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domingo, 7 de junio de 2015

El monopolista del dinero (III)

El sistema monetario actual privilegia a una banca privada en contubernio con el Estado: los gobiernos derrochan para ganarse el favor de las masas con cargo a sus propios bolsillos, mientras los banqueros gozan de pingües ganancias que, cuando son pérdidas, sus cómplices estatales entran al rescate para socializarlas.

En la primera y segunda entregas abordamos el origen del dinero y cómo sería un sistema monetario reprivatizado en un entorno de banca libre sin intervención estatal. Corresponde exponer los problemas del monopolio del Estado sobre la moneda, del que se beneficia recurriendo a la inflación. Ésta una forma de meter las manos en los bolsillos de todos aquellos que tenemos los billetes que emite y nos obliga a usar. Se trata, pues, de un hurto que, para desgracia de todos, se ha vuelto “normal”. Casi nadie reclama.

Pero no siempre fue así. El economista español Juan Ramón Rallo nos recuerda enUna revolución liberal para España, que mientras el dólar y la libra esterlina estuvieron vinculados al oro (el dinero escogido como tal por el mercado), fueron capaces de mantener su poder adquisitivo durante casi un siglo con muy leves y decrecientes oscilaciones.

A partir de 1914 –luego del establecimiento de la Reserva Federal estadounidense–, los gobiernos fueron abandonando el patrón oro. El valor de las divisas desde entonces se ha hundido de manera muy clara. Rallo señala que para 2012, tanto el dólar como la libra esterlina habían perdido más del 95% de su valor.
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Los apologistas del sistema de dinero sin respaldo han argumentado que aunque éste se devalúe mucho más que el oro a largo plazo, sus fluctuaciones en el corto son menores y previsibles.

Sin embargo, esas comparaciones no deben tomarse en sentido literal, porque no toman en cuenta la influencia que juega el papel moneda como causante del hiperendeudamiento privado y del ciclo económico, acusa Rallo. Añade que comparar lo acontecido en el siglo XIX con potenciales riesgos presentes es un error porque, como sabemos, en el siglo antepasado los mercados no eran tan profundos ni desarrollados, lo que los volvía más volátiles.

Más aún, cuando se compara tanto la actividad como los empleos creados, el saldo durante el patrón oro es mucho más favorable que durante el sistema de papel moneda.

El dinero estatal, pues, es mucho peor que el privado a largo plazo, y en el corto, los “beneficios” no compensan sus altos costos. De manera que la creencia arraigada de que el capitalismo tiende a la autodestrucción por las crisis recurrentes es un mito, pues en realidad es el intervencionismo estatal el causante del ciclo de económico de crisis, no el libre mercado.

Ese intervencionista sistema monetario actual privilegia a una banca privada en contubernio con el Estado: los gobiernos derrochan para ganarse el favor de las masas con cargo a sus propios bolsillos, mientras los banqueros gozan de pingües ganancias que, cuando son pérdidas, sus cómplices estatales entran al rescate parasocializarlas.

Asimismo, con el sistema monopólico estatal los bancos privados tienen enormes incentivos para endeudarse a corto plazo (por los depósitos a la vista que atraen del público) y prestar a largo –donde los rendimientos son mayores–, lo que, por definición, los hace insostenibles y susceptibles de quiebra cuando una buena parte de sus acreedores acuden a retirar sus fondos. Ejemplos recientes sobran.

Por lo tanto, basar el crecimiento en el hiperendeudamiento es una empresa condenada al fracaso. Expandir el crédito por fuerza lleva a financiar proyectos inviables, que cuando comienzan a fracasar en masa, ejercen una presión deflacionaria (contracción del crédito) que los monopolistas del dinero pretenden solucionar expandiendo más la deuda y la emisión monetaria. Es como querer curar al alcohólico dándole cada vez más botellas de su bebida favorita

Paradójicamente, la respuesta de muchos es que hace falta “regular más” y “mejor” a la banca para evitar el comportamiento irresponsable y su impacto en la economía. Pero lo cierto es que las lecciones de la historia dejan en claro que el mercado libre tiene los incentivos y controles propios para eliminar o contener la irresponsabilidad de los bancos.

En un mercado libre, el riesgo de que nadie estará detrás para salvarlos de la insolvencia los obligaría a ser prudentes, so pena de perderlo todo.

Rallo nos habla justo de que uno de los privilegios que el Estado le dio a la banca fue el de la creación de un banco central monopolístico, encargado de refinanciar los vencimientos de la deuda de corto plazo de los bancos privados. Al tener el monopolio de la emisión monetaria y, por tanto, la mayor parte del oro de una economía, se le daba manga ancha al banco central para salvar a dichas instituciones financieras.

No obstante, dado que incluso en esos casos las reservas de oro del banco central podían agotarse si se financiaba a demasiados bancos imprudentes, los intervencionistas veían esta limitante como una molesta piedra en el zapato y se empeñaron en quitarla. Una vez hecho esto pudieron financiar de manera ilimitada a quien lo necesitara en el gobierno y los bancos creando dinero del aire. Billetes estatales y ceros se pueden crear y agregar sin límite, pero no el oro.

Ese poder monopólico implicó la facultad de recortar los tipos de interés y expandir el crédito a placer, con las consecuencias graves para la economía a que hemos aludido antes.

Un privilegio más dado a la banca ha sido la regulación que hizo creer a la gente que era para su protección: los llamados “fondos de garantía de depósitos”.

Gracias a éstos, toda persona que tenga hasta el límite de esas coberturas –que suelen ser la mayoría de depositantes– se desentiende del manejo del banco donde depositó su dinero. No tienen preocupación alguna porque se saben “protegidos” por la garantía estatal. Con ella, los bancos tienen otro aliciente para actuar de forma irresponsable. Con el fondo de garantía, los contribuyentes asumen una vez más pérdidas que deberían ser privadas.

Entonces, una banca libre con dinero reprivatizado no sería más imprudente que la actual, sino más responsable, justo porque la red de protección que le ha otorgado el Estado no estaría más.

Rallo concluye que si los privilegios bancarios subsisten, la regulación será insuficiente para evitar las crisis económicas –como ha sido a lo largo del siglo XX–, y si desaparecen, dicha regulación será innecesaria.

La alianza de las élites gubernamentales y bancarias no puede controlarse ni evitarse y mucho menos eliminarse con más de lo que la provocó: la intervención del Estado.

Una banca libre con dinero reprivatizado es la solución al problema económico que nos aqueja.

Debemos, pues, abolir a los bancos centrales, acabar con las monedas de curso legal y restablecer la competencia bancaria. No hay pretexto ni razón que justifique el intervencionismo estatal, pues como se ha revisado en esta serie, ningún bien le ha aportado a la sociedad cuando se le compara con los costos que para la misma ha significado.    FUENTE

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