En 15 años, el terrorismo islámico se ha hecho recurrente en Occidente, a pesar de (¿o gracias a?) la gigantesca máquina de guerra cuyo despliegue ha justificado. Esos actos de terrorismo pueden interpretarse como el surgimiento de un comportamiento no coordinado de «lobos solitarios» provenientes de un mismo entorno social. También pueden interpretarse como el resultado de una organización estructurada, que encuentra fácilmente simples ejecutores en ese medio social. Lo que sí es evidente, como recuerda Manlio Dinucci, es que quienes manejan los hilos no son islamistas sino los mismos que acaparan todos los poderes afirmando que esa es la única manera de luchar contra el terrorismo.
El 5 de febrero de 2003, el secretario de Estado estadounidense, Colin Powell, protagonizaba una farsa ante el Consejo de Seguridad de la ONU, en una sesión transmitida por television al mundo entero. Powell presentaba pruebas de que el Irak de Saddam Hussein disponía de un gigantesco arsenal de armas prohibidas (biológicas, nucleares y químicas), que tenía relaciones con los autores de los atentados del 11 de septiembre y que incluso los protegía. Durante su intervención, impresionó a todo el mundo presentando un frasco que supuestamente contenía ántrax iraquí. Años más tarde, Colin Powell confesó que todas aquellas pruebas –fotos satelitales, intercepciones de conversaciones telefónicas, informes de inteligencia y testimonios– eran falsas y que él mismo había mentido deliberadamente ante la comunidad internacional. Estados Unidos invadió y destruyó Irak, matando más de un millón de iraquíes, sin que Washington haya tenido que responder por sus mentiras ni por su crimen.
«El enemigo que se esconde en oscuros rincones del mundo», como lo definió en 20001 el presidente George W. Bush, sigue acumulando víctimas. Las más recientes cayeron en Bruselas. El terrorismo es un «enemigo diferente al que hemos enfrentado hasta ahora», presentado durante una emisión de televisión transmitida en vivo al mundo entero, el 11 de septiembre de 2001, con las imágenes apocalípticas del derrumbe de las Torres Gemelas. En aras de eliminar ese enemigo, lo que el propio Bush identificó como «la lucha colosal del Bien contra el Mal» aún prosigue hoy en día. Pero cada vez que se corta una cabeza a la hidra del terror, le crecen otras.
¿Qué hacer? En primer lugar, no creer lo que nos han contado durante casi 15 años. Empezando par la versión oficial del 11 de septiembre, ya aplastada bajo el peso de las pruebas científicas; pruebas que Washington, al no lograr refutarlas, descarta simplemente calificándolas de «conspiracionismo» [o «complotismo»].
Los peores ataques terroristas perpetrados en Occidente presentan 3 signos distintivos.
Primeramente, la puntualidad. El ataque del 11 de septiembre de 2001 tiene lugar cuando Estados Unidos ya había decidido –como reportaba el New York Times el 31 de agosto de 2001– desplazar hacia Asia el centro de su estrategia para contrarrestar el acercamiento entre Rusia y China: menos de un mes después –el 7 de octubre de 2001, bajo el pretexto de perseguir a Osama ben Laden, supuesto cerebro del 11 de septiembre, Estados Unidos inicia la guerra contra Afganistán, primera etapa de una nueva escalada guerrerista. Actualmente, el ataque terrorista de Bruselas se produce cuando Estados Unidos y la OTAN se preparan para ocupar Libia, pretextando la necesidad de eliminar la amenaza que el Emirato Islámico representa para Europa.
Segundo, el efecto del terror. La masacre, cuyas imágenes se repiten constantemente en los medios de prensa, crea un estado de opinión favorable a la intervención armada que supuestamente eliminará la amenaza. Sin embargo, nadie habla de masacres terroristas mucho peores, como las perpetradas hace 2 meses en Damasco.
Tercero, la firma. Paradójicamente, el «oscuro enemigo» siempre se toma el trabajo de firmar los ataques terroristas. En 2001, con Nueva York todavía envuelta en el humo de las Torres Gemelas, se difunden fotos y biografías de los 19 miembros de al-Qaeda autores de los secuestros de los aviones, varios de ellos ya conocidos del FBI y la CIA. Lo mismo sucede en Bruselas, en 2016: antes de haber identificado todas las víctimas, se identifica a los autores de los atentados, ya conocidos de los servicios secretos.
¿Es acaso posible que los servicios secretos, empezando por la tentacular «comunidad de inteligencia» estadounidense –que se compone de 17 agencias federales con agentes en el mundo entero–, sean realmente tan ineficientes? ¿O será, por el contrario, que los engranajes de la estrategia del terror son muy eficientes? No escasean los ejecutores: vienen de los movimientos terroristas etiquetados como islamistas, armados y entrenados por la CIA y financiados por Arabia Saudita para destruir el Estado libio y fragmentar la República Árabe Siria, con la complicidad de gobiernos europeos.
En esa caldera es posible reclutar tanto kamikazes, convencidos de que estar inmolándose por una santa causa, como profesionales de la guerra o simples delincuentes que serán «suicidados», haciéndolos estallar por control remoto durante la acción, y cuyos documentos de identidad siempre aparecen –como sucedió en la matanza de Charlie-Hebdo. También es posible facilitar la formación de células terroristas, que alimentan de forma autónoma la estrategia del terror creando un clima de estado de sitio, como hoy sucede en los países europeos miembros de la OTAN, clima que justifica nuevas guerras, que se librarán bajo las órdenes de Estados Unidos.
Otra variante es recurrir a las falsificaciones, como se hizo con las «pruebas» sobre las armas de destrucción masiva que Colin Powell mostró al Consejo de Seguridad de la ONU el 5 de febrero de 2003. Pruebas que a la larga resultaron falsas, fabricadas por la CIA para justificar la «guerra preventiva» contra Irak [1].
«El enemigo que se esconde en oscuros rincones del mundo», como lo definió en 20001 el presidente George W. Bush, sigue acumulando víctimas. Las más recientes cayeron en Bruselas. El terrorismo es un «enemigo diferente al que hemos enfrentado hasta ahora», presentado durante una emisión de televisión transmitida en vivo al mundo entero, el 11 de septiembre de 2001, con las imágenes apocalípticas del derrumbe de las Torres Gemelas. En aras de eliminar ese enemigo, lo que el propio Bush identificó como «la lucha colosal del Bien contra el Mal» aún prosigue hoy en día. Pero cada vez que se corta una cabeza a la hidra del terror, le crecen otras.
¿Qué hacer? En primer lugar, no creer lo que nos han contado durante casi 15 años. Empezando par la versión oficial del 11 de septiembre, ya aplastada bajo el peso de las pruebas científicas; pruebas que Washington, al no lograr refutarlas, descarta simplemente calificándolas de «conspiracionismo» [o «complotismo»].
Los peores ataques terroristas perpetrados en Occidente presentan 3 signos distintivos.
Primeramente, la puntualidad. El ataque del 11 de septiembre de 2001 tiene lugar cuando Estados Unidos ya había decidido –como reportaba el New York Times el 31 de agosto de 2001– desplazar hacia Asia el centro de su estrategia para contrarrestar el acercamiento entre Rusia y China: menos de un mes después –el 7 de octubre de 2001, bajo el pretexto de perseguir a Osama ben Laden, supuesto cerebro del 11 de septiembre, Estados Unidos inicia la guerra contra Afganistán, primera etapa de una nueva escalada guerrerista. Actualmente, el ataque terrorista de Bruselas se produce cuando Estados Unidos y la OTAN se preparan para ocupar Libia, pretextando la necesidad de eliminar la amenaza que el Emirato Islámico representa para Europa.
Segundo, el efecto del terror. La masacre, cuyas imágenes se repiten constantemente en los medios de prensa, crea un estado de opinión favorable a la intervención armada que supuestamente eliminará la amenaza. Sin embargo, nadie habla de masacres terroristas mucho peores, como las perpetradas hace 2 meses en Damasco.
Tercero, la firma. Paradójicamente, el «oscuro enemigo» siempre se toma el trabajo de firmar los ataques terroristas. En 2001, con Nueva York todavía envuelta en el humo de las Torres Gemelas, se difunden fotos y biografías de los 19 miembros de al-Qaeda autores de los secuestros de los aviones, varios de ellos ya conocidos del FBI y la CIA. Lo mismo sucede en Bruselas, en 2016: antes de haber identificado todas las víctimas, se identifica a los autores de los atentados, ya conocidos de los servicios secretos.
¿Es acaso posible que los servicios secretos, empezando por la tentacular «comunidad de inteligencia» estadounidense –que se compone de 17 agencias federales con agentes en el mundo entero–, sean realmente tan ineficientes? ¿O será, por el contrario, que los engranajes de la estrategia del terror son muy eficientes? No escasean los ejecutores: vienen de los movimientos terroristas etiquetados como islamistas, armados y entrenados por la CIA y financiados por Arabia Saudita para destruir el Estado libio y fragmentar la República Árabe Siria, con la complicidad de gobiernos europeos.
En esa caldera es posible reclutar tanto kamikazes, convencidos de que estar inmolándose por una santa causa, como profesionales de la guerra o simples delincuentes que serán «suicidados», haciéndolos estallar por control remoto durante la acción, y cuyos documentos de identidad siempre aparecen –como sucedió en la matanza de Charlie-Hebdo. También es posible facilitar la formación de células terroristas, que alimentan de forma autónoma la estrategia del terror creando un clima de estado de sitio, como hoy sucede en los países europeos miembros de la OTAN, clima que justifica nuevas guerras, que se librarán bajo las órdenes de Estados Unidos.
Otra variante es recurrir a las falsificaciones, como se hizo con las «pruebas» sobre las armas de destrucción masiva que Colin Powell mostró al Consejo de Seguridad de la ONU el 5 de febrero de 2003. Pruebas que a la larga resultaron falsas, fabricadas por la CIA para justificar la «guerra preventiva» contra Irak [1].
FUENTE; VOLTAIRE.NET
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