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viernes, 13 de noviembre de 2015

Miedo a los 'hombres de verde' junto a la frontera rusa



Este verano la policía lituana paró un coche en la frontera con la región rusa de Kaliningrado. La documentación del conductor, ruso, estaba en orden pero en su vehículo había una pegatina que hizo que le denegasen el paso: una hoz y un martillo dentro de una estrella roja de cinco puntas.

La ley lituana ha dejado la tolerancia a un lado y persigue ahora unos símbolos que recuerdan un sangriento pasado común. Pero más allá de las reliquias soviéticas, hay un argumento vigente temido en los despachos. "Esto antes era la URSS y en la calle la gente habla ruso": esa vista hacia atrás y a ras del suelo ha servido a Moscú para justificar la anexión de Crimea y a sus separatistas en Donbás para explicar su lucha armada. Sabedores de que también tiene minorías lingüísticas y hasta regiones que podrían rebelarse en caso de un referéndum, los países bálticos temen ser los siguientes en pagar estos años de desplantes a Rusia con convulsiones como las ucranianas: inestabilidad activada a distancia por un Kremlin que no olvida ni la independencia unilateral ni la entrada de estos vecinos en la OTAN.

Los bálticos tienen presente la amarga experiencia ucraniana en 2014, cuando unos misteriosos soldados sin bandera aparecieron de la nada en Crimea. La población local, en su mayoría favorable a Moscú, los empezó a llamar 'zhilione chilavieki' (los "hombres de verde") y con su mera presencia metralleta en mano las milicias locales desafiaron la autoridad de Kiev sin apenas disparar un tiro. En menos de un mes, un referéndum había dejado claro que la mayor parte de la población quería que la frontera rusa avanzase hasta dejarlos bajo control de Moscú. Pronto se supo que esos soldados eran rusos, y que todo era una maniobra del Kremlin, discreta pero magistral, para quedarse con ese territorio. Los Bálticos saben que tienen varias comarcas así, con vecinos que, ante una pacífica demostración de fuerza, dudarían si seguir siendo fieles a la autoridad de la capital.

La pertenencia de los bálticos a la OTAN y la inexistencia de bases rusas en su territorio convierte esta 'invasión encubierta' en algo improbable. Pero, como se vio después de Crimea en Donetsk y Lugansk, cada injerencia rusa es distinta, y se amolda a las debilidades y fortalezas de cada vecino problemático: ni Georgia ni Ucrania lo vieron venir hasta que era demasiado tarde.

Nazis y soviéticos

El miedo a los problemas que vienen súbitamente de fuera está enraizado en la manera de sentir de lituanos, letones y estonios. "Es difícil encontrar en Lituania una familia que no tenga entre sus mayores a una víctima de los nazis o de los soviéticos", explica a EL MUNDO.es el primer ministro lituano, Algirdas Butkevicius. Cómo acabó el episodio del coche parado en la frontera es una muestra del enconamiento de una relación difícil: se propuso al conductor quitar la pegatina o cruzar el paso fronterizo a pie, pero decidió dar la vuelta con su coche y no seguir su viaje.

La escalada de tensión entre Moscú y Occidente ha pillado entre medias a Lituania, Letonia y Estonia. En Vilna se ha incrementado la preocupación durante el último año. "La agresión rusa a Georgia en 2008 y lo que está haciendo actualmente en Ucrania es un triste recordatorio de cómo puede cambiar la situación", reflexiona Butkevicius. Al otro lado de la frontera con los países bálticos está el extenso distrito militar oeste ruso, "donde la actividad militar sigue siendo alta y así la percibimos junto a nuestras fronteras". Ante esto, sólo le queda confiar en la OTAN y en la política de sanciones, "que a pesar de lo que diga la retórica de Moscú, están afectando bastante a su economía".

Ilvaldas ha sido soviético primero y letón después, sin apenas haber salido de Letonia. "Para los rusos soy Vladimir", dice este abuelo que todavía sigue trabajando de conserje: "No me fío de los rusos porque dicen una cosa y hacen otra.Putin es el segundo Stalin, imposible de pronosticar". Silvia, que vende utensilios de cocina en el centro de Riga, le contradice: "Letones y rusos somos muy parecidos, y de hecho el ruso bueno es hasta mejor, y aquí son el 60%". "Claro, hasta hemos puesto un ruso de alcalde" sentencia Ilvaldas, metiéndose las manos en los bolsillos con una mezcla de resignación y orgullo. Ningún político ha sido escrutado en el Báltico como Nils Usakovs, el 'alcalde ruso' de Riga, capital de Letonia, un país donde está plenamente instalada la idea de que Rusia es la principal amenaza. La mitad de los ciudadanos a los que sirve tienen el ruso como lengua materna pese a que Letonia ha tratado de frenar la importancia de ese idioma. Tras vencer en las elecciones, Usakovs fue considerado un 'caballo de Troya' del Kremlin por la defensa de su identidad rusa, pero a sus 38 años ha logrado dar menos miedo adoptando una posición propia en asuntos tan sensibles para Moscú como la anexión rusa de Crimea, a la que se ha opuesto abiertamente.

Letonia tiene, al igual que los tenía Ucrania, potenciales ingredientes para que un conflicto del Gobierno central con la minoría rusa estalle en algún momento. Un tercio de la población es de procedencia rusa, y en algunas comarcas el predominio de rusohablantes es tan alto que, usando los mismos mimbres que en Crimea, podría reclamarse un referéndum para ligar los destinos de esa población a Rusia, situada al otro lado de la frontera. O, sin llegar a la anexión, forzar una negociación que otorgase más relevancia a esta comarca y pusiese sobre aviso al resto.

Armas rusas y el rublo

En Donetsk y Lugansk las armas rusas y el rublo circulan sin problema pese a que en teoría siga siendo suelo ucraniano. Es difícil imaginar algo así en el caso de un país que es miembro de la OTAN y ha adoptado el euro. Pero aunque tampoco hay un movimiento secesionista, sí que existe un notable descontento con el Gobierno por parte de estos 'rusos letones', que suelen ver la televisión rusa. Vladimir Putin es popular entre ellos, sobre todo entre los que no han podido acceder a la ciudadanía letona por no conocer el idioma, una severa política lingüística que les imposibilita votar o ser elegidos en lo que en teoría es su país.

No es el caso de este dinámico alcalde, que recibe a los periodistas en su oficina, por la que pululan aburridos sus dos gatos. Su carrera política ha sido un éxito y aunque el resto de los partidos se ha unido para cerrarle el paso al puesto de primer ministro, Usakovs confía en tener éxito en el siguiente asalto. Reacciona con un estoico tono didáctico cuando se le recuerdan las extendidas sospechas de que es un agente doble: "Nací aquí, decidí tomar el pasaporte letón, soy un letón que habla ruso y un patriota de este país".

Es contrario a la versión edulcorada que Moscú sostiene sobre los años en los que Letonia fue territorio soviético "por voluntad propia", aunque evita calificarlo de "ocupación". Al mismo tiempo, ha sido muy crítico con la escalada de sanciones contra Rusia. Inclasificable, activo en las redes sociales y popular también entre muchos jóvenes que apenas conocen su pasado soviético, ha sorprendido también al abandonar la lucha por la oficialidad del ruso o la concesión de la ciudadanía para los que no hablan letón. En este último punto ha cedido al pragmatismo ante cosas que "no pueden ser", porque "trastocarían el mapa político en nuestro favor y nadie va a secundarnos en eso". Hasta se permite argumentar que el letón ha de ser la única lengua oficial "porque es un idioma poco extendido entre dos muy grandes, el ruso y el inglés".

Estonia también ha comprobado lo larga que tiene la mano Moscú en lo que considera sus zonas de influencia. El año pasado, un policía fue "secuestrado" por agentes rusos en suelo estonio cuando patrullaba junto a la frontera, y en septiembre fue liberado tras ser canjeado por un espía preso en el país. La escena recrea los tiempos de la guerra fría: ambos caminaron en sentidos opuestos por el puente que separa ambos países sobre el río Piusa. Ahora el Gobierno de Tallin quiere aislarse de su vecino levantando un muro como el que ha empezado a construir Ucrania.

Pero ni las leyes ni los muros pueden alejar a un poderoso vecino que siempre estuvo allí. Algunos símbolos, aunque prohibidos, parecen eternos. Igual que las azafatas de la aerolínea rusa Aeroflot, que se despiden de los pasajeros tras aterrizar en Vilna con un apretón de manos. Ahí, el viajero descubre una hoz y un martillo estampados en los puños de sus uniformes rojos. El rastro soviético que los bálticos enterraron goza de buena salud.   FUENTE

Fuente: El Mundo

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