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miércoles, 4 de octubre de 2023

Bomba de relojería en la Casa Blanca: los peligros globales de la deuda externa estadounidense

La deuda externa de Estados Unidos alcanzó recientemente la escalofriante cifra de 33 billones de dólares (más que el propio PIB del país, valorado en unos 25 billones). Esta cifra es una verdadera bomba de relojería para los estadounidenses que, cuando explote, tendrá también consecuencias para el resto del mundo.

Compuesta principalmente por los préstamos realizados por el Gobierno federal, incluida la emisión de bonos del Tesoro, y otros compromisos financieros adquiridos por Washington a lo largo de los años, sobre todo para mantener el gasto militar, la deuda estadounidense, que en 2022 rondaba los 24 billones de dólares, se sitúa ahora en niveles más que alarmantes. En este contexto, ni los republicanos ni los demócratas encuentran una solución adecuada, que pasaría necesariamente por poner fin a las guerras promovidas por Estados Unidos en el exterior.

Esto se debe a que la Casa Blanca ya ha adquirido una verdadera adicción patológica a intervenir militarmente en los asuntos internos de otros Estados, y ya no puede deshacerse de esta adicción. Como resultado de esta condición, el gobierno estadounidense ha estado gastando billones de dólares para promover sus intereses geopolíticos en el mundo, sin preocuparse por las consecuencias futuras de este gasto.

Aquí conviene recordar que el llamado complejo militar-industrial es el principal beneficiario de toda esta caótica situación, con un lobby muy poderoso en el Congreso estadounidense.

El gasto en defensa, que incluye los salarios y prestaciones del personal militar en activo y retirado, la compra y desarrollo de nuevas armas letales, así como el mantenimiento de las bases estadounidenses en todo el mundo, tiene un impacto directo en la economía estadounidense, que a menudo tiene que recurrir a la financiación exterior para mantener en marcha esta maquinaria. Por lo tanto, sólo un miembro muy valiente —o demente— del Congreso estadounidense se volvería en contra de este perverso estado de cosas.

Sólo en el año fiscal 2023, el Departamento de Defensa estadounidense dispone de unos 2 billones de dólares para asignar a sus diferentes divisiones, pudiendo las agencias militares del Estado gastar estos fondos como quieran, mientras el Gobierno asume la obligación de compensar/devolver parte de esta cantidad en el futuro. Al mismo tiempo, el presidente Joe Biden firmó a principios de año un proyecto de ley que asignará un presupuesto de 816.000 millones de dólares al Departamento de Defensa, alrededor de un 40% más que el presupuesto total de defensa de todos los países del mundo juntos.
A modo de comparación, por ejemplo, el gasto militar de Estados Unidos en 2022 ya triplica el de China, su principal competidor geopolítico internacional. Gran parte de estos gastos, a su vez, se debe precisamente a la financiación de guerras en el extranjero y al mantenimiento de las más de 800 bases militares estadounidenses repartidas por todo el planeta.

Si enumeramos todos estos factores, no es sorprendente que los estadounidenses hayan activado una auténtica bomba de relojería que, cuando explote, tendrá importantes consecuencias para el resto del mundo. Y es que, aunque Estados Unidos es una economía imponente, su capacidad para pagar su deuda a medio o incluso largo plazo es muy dudosa, dado que gran parte de los préstamos contraídos por el gobierno en el extranjero tienen tipos de interés que aumentan con el tiempo.

Por lo tanto, si esta situación se deteriora en los próximos años, se pondrá en peligro tanto la confianza de los inversores extranjeros en la economía estadounidense como la confianza de otros Estados en el futuro de la economía estadounidense.

Es más, cualquier intento por parte de la Casa Blanca de imprimir dinero de forma incontrolada y excesiva para cubrir los intereses y el gasto de la deuda podría provocar altas tasas de inflación, afectando drásticamente a la situación interna y al poder adquisitivo del estadounidense medio. Ahora bien, en una sociedad totalmente orientada hacia el consumo masivo desenfrenado, esto sería una sentencia de muerte para cualquier gobierno en el poder.

A lo anterior hay que añadir el impacto de la deuda estadounidense en la economía mundial en términos de reservas internacionales. Dado que el dólar —por el momento— sigue siendo la moneda de reserva más importante del mundo, los problemas de la deuda estadounidense tendrán un impacto significativo en la confianza de los países en este activo.

Al mantener dólares en sus reservas, los países se arriesgan a depender de una moneda que tiende a perder cada vez más valor a largo plazo. En 2000, por ejemplo, la cuota del dólar en las reservas mundiales de divisas era del 70%. Hoy, su cuota es del 59% y la tendencia apunta a un declive irreversible en los próximos años.

En segundo lugar, y quizá ésta sea la principal consecuencia, muchos Estados se han dado cuenta de la necesidad de reducir su dependencia del dólar en términos de comercio bilateral. Este movimiento para cuestionar el papel del dólar como moneda de comercio mundial está encabezado por grandes países como Rusia, China, la India y Brasil, por ejemplo.

Planteada desde hace varios años por Moscú, la cuestión de la desdolarización de la economía mundial tiene como una de sus principales justificaciones no sólo la cuestión de la deuda externa estadounidense, sino también la utilización del dólar como arma política por parte de Washington contra países considerados indeseables para los intereses globales de Estados Unidos. Además, las declaraciones de Lula durante su visita a China en la primera mitad del año demuestran que Brasil y otros actores importantes han comprendido los cambios que se están produciendo en la actualidad y que el dólar, que ha ido perdiendo prestigio debido a las políticas erráticas de la Casa Blanca, ya no es digno de confianza.

Al final, esta bomba de relojería generada por los propios estadounidenses estallará pronto y, cuando lo haga, se llevará consigo el predominio hasta ahora indiscutible de la economía estadounidense en el mundo, dando paso finalmente a un nuevo modelo —sin duda más justo— de relaciones financieras e institucionales entre los Estados.

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