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jueves, 23 de julio de 2020

Disputa greco-turca sobre un islote hace soplar vientos de guerra sobre el mar Egeo



Los planes turcos de realizar investigaciones sísmicas cerca de un islote en el mar Egeo, que Grecia considera suyo, provocó un brusco aumento de tensión en las relaciones bilaterales, amargadas además por la reciente decisión otomana de reconvertir Santa Sofía en mezquita.

"Al que pise la tierra griega primero lo quemaremos y después le preguntaremos quién es", la amenaza del jefe del Estado Mayor griego Konstantinos Floros impresiona, pero parece difícil de realizar. Más coherente suena la decisión de poner en estado de máxima alerta las Fuerzas Armadas helénicas.

Isla de la discordia

El problema del islote en las relaciones entre Atenas y Ankara resurgió a principios de junio. El Ministerio de Asuntos Exteriores helénico entregó una nota de protesta al embajador otomano en Atenas, cuando el Gobierno turco autorizó las investigaciones geológicas cerca de Kastelórizo. Esta pequeña isla está situada en el mar Egeo a un par de kilómetros de la costa otomana, pero pertenece a Grecia que insiste en sus derechos sobre la plataforma continental adyacente.

Las autoridades turcas afirman que un islote con una población de menos de medio millar de personas, a 10 km de la isla griega más cercana y a 570 km de la Grecia continental, no puede crear una zona económica exclusiva de 40.000 kilómetros cuadrados, o sea 4.000 veces superior a su propia superficie. A su vez, el Gobierno helénico argumenta que, dado que se trata de una isla poblada, su superficie modesta no tiene ninguna importancia y la plataforma continental adyacente pertenece a Grecia.

Otro factor que complica la situación es que, para corroborar sus derechos de soberanía, los griegos alegan la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar de 1982, que Turquía nunca firmó, con lo cual sería imposible diferir el asunto a un tribunal de arbitraje.

El 21 de julio los turcos empezaron a poner en práctica sus intenciones, anunciando a través del sistema Navtex el envío del barco de exploración Aruj Reis a la zona en disputa, escoltado por 15 buques de guerra. Al mismo tiempo, según el diario alemán Bild, dos aviones de combate F-16 otomanos penetraron en el espacio aéreo griego a pocos kilómetros de Kastelórizo. Las investigaciones sísmicas deberían durar hasta el 2 de agosto.

El día siguiente las autoridades navales griegas anularon el anuncio Navtex turco, indicando que los navíos que se encontraban en las cercanías de la isla lo podían ignorar. El Gobierno de Atenas recibió el apoyo de EEUU, que instó a Turquía a suspender todas las actividades cerca de Kastelórizo a fin de evitar una ulterior escalada de tensión, en tanto que el presidente francés Emmanuel Macron solicitó que se impusieran sanciones a los países que violen el espacio marítimo de la Unión europea en el Mediterráneo Oriental, refiriéndose claramente a Turquía.

Tensión constante

A pesar de ser miembros de la OTAN y, por lo tanto, aliados formales, Atenas y Ankara tienen unas relaciones bilaterales muy complicadas. Después del último enfrentamiento militar directo, que ocurrió durante la invasión turca de Chipre en 1974, los dos países estuvieron al borde de iniciar una guerra en 1987 y en 1996 por disputas territoriales en el mar Egeo.

En los últimos años, los aviones militares turcos violan cada vez con más frecuencia el espacio aéreo griego: si en 2017 el Ministerio de Defensa helénico registró 3.317 casos, en 2018 fueron 3.709 y en 2019 saltaron a 4.627.

Además de estos accidentes, últimamente la parte griega tuvo otros motivos para preocuparse. El pasado noviembre Turquía y el Gobierno de unidad nacional de Libia firmaron un pacto sobre la frontera marítima entre los dos países que, según Grecia, violaba su soberanía sobre las aguas territoriales en torno a las islas helénicas del mar Egeo, incluida Kastelórizo.

A eso siguió la decisión de abrir la frontera turca con Bulgaria y Grecia para los migrantes, que el presidente turco Recep Tayyip Erdogán tomó a finales de febrero. Como consecuencia, un flujo de decenas de miles de personas se dirigió hacia los dos países balcánicos.

El 10 de julio el Consejo de Estado turco suspendió el estatus de museo de la catedral Santa Sofía en Estambul, con lo cual permitió su reconversión en mezquita. La decisión desencadenó reacciones negativas en todo el mundo, pero los griegos, para los que la antigua catedral bizantina pertenece a su patrimonio cultural, se indignaron más que nadie. Y menos de dos semanas después llega la noticia de las investigaciones sísmicas en un territorio disputado.

Fantasma del imperio perdido

Turquía, frustrada en sus intentos de hacerse miembro de la Unión europea, desde hace años lleva a cabo una política neo-otomanista, tratando de acrecentar su influencia en los territorios que antaño formaban parte del Imperio Otomano, y de posicionarse como la principal potencia del mundo musulmán. Es en este marco que Ankara se involucró de manera directa en los conflictos sirio e iraquí y de manera indirecta en el de Libia, lo que causó roces no sólo con las potencias regionales, sino también con la Unión europea y EEUU: es posible que el empeoramiento de las relaciones internacionales sea el precio que la Turquía de Erdogán está dispuesta a pagar por su sueño neo-otomanista.

Parece que nadie se lo puede impedir. Washington y Bruselas están demasiado ocupados con sus problemas internos para intentar frenar al presidente turco, mientras la belicosidad verbal de los militares griegos no basta para parar los buques y los aviones otomanos.

Al mismo tiempo, la experiencia de los enfrentamientos pasados enseña que un conflicto militar entre dos países de la OTAN es poco probable: por muy alta que sea la tensión entre los dos aliados-enemigos, Washington no permitirá que degenere en una guerra real. La situación actual se podría interpretar más bien como un nuevo sondeo que hace Ankara para entender por dónde pasan las fronteras de lo que le está permitido en las aguas turbias de la política internacional actual.

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