«Sigue la pista del dinero». Esta frase, ya célebre, condujo en la dirección correcta a Bob Woodward y Carl Bernstein para el esclarecimiento del caso Watergate, escándalo político que se llevó por delante al mismísimo presidente de EE UU, Richard Nixon, obligado a dimitir en agosto de 1974. Poco importa que hayan transcurrido más de cuatro décadas. El consejo de Garganta Profunda a los periodistas deThe Washington Post continúa siendo aplicable hoy en día a cualquier tipo de pesquisa, incluida, por supuesto, la que nos ocupa. Al fin y al cabo, ¿hay mayor crimen que la extinción de nuestra propia especie?
Así, les propongo que nos pongamos en la piel de Woodward y Bernstein y, para resolver este caso, sigamos la pista del dinero o, más exactamente, del oro, que viene a ser lo mismo… o incluso mejor, pues resulta más valioso que aquél. Por cierto, Nixon sabía mucho de esta cuestión. No en vano, fue durante su mandato cuando EE UU abandonó las directrices de Bretton Woods respecto del patrón oro, una decisión tras la cual muchos economistas ven el origen de la actual crisis financiera y una aun peor que se prevé inminente. Pero ése, aunque no menos importante, es otro asunto. Vayamos por partes… y con la primera «señal».
EXPOLIO SOSPECHOSO
Coincidiendo con el estreno de su filme El capital, el cineasta de origen griego Costa-Gavras, célebre por sus películas de denuncia social y política, declaró la perplejidad que en los últimos años le causaba el comportamiento extremadamente avaricioso de las élites financieras. Tanto es así que al veterano director ateniense, para referirse a la actitud de los poderosos, pareció quedársele corto el sustantivo avaricia, pues se decantó por otro aún más hiriente: rapacidad.
Sin embargo, no nos engañemos. Que los ricos quieran ser cada vez más ricos resulta comprensible. Les domina una de las adicciones más perniciosas para el conjunto de la humanidad: la adicción al dinero. Pero ya sabemos que el dinero no cae de los árboles, como también que los mecanismos financieros legales para obtenerlo tienden a ser cada vez más confusos. De ahí a robar –no hay otra palabra que defina mejor lo que hacen– hay un paso.
Y decimos esto porque tal adicción, que hace apenas dos décadas no parecía tan significativa, está acentuando cada vez más la brecha que separa a los muy ricos de los muy pobres, distancia que no tiene visos de remitir, sino todo lo contrario. Para que se hagan una idea más aproximada, presten atención a los datos de un informe de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE) publicado en mayo de 2015.
Según dicho estudio, la desigualdad entre ricos y pobres ha alcanzado niveles récord en la mayoría de los países desarrollados y es todavía más elevada en las llamadas economías emergentes. En el ámbito de la OCDE, organización que integra a 34 de los países más avanzados del mundo –el llamado «club de los países ricos»–, el 10% de las personas más favorecidas tienen actualmente ingresos 9,6 veces superiores a los del 10% de las más pobres. Contextualizando este dato, dicha proporción era de 7,1 veces en la década de 1990, creciendo dos puntos (9,1) en la de 2000… (Continúa en AÑO/CERO 302).
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