El 6 de septiembre de 1556, fiesta del natalicio de la Virgen, el arzobispo fray Alonso de Montúfar predico un sermón en la Catedral exaltando los milagros de la Virgen de Guadalupe. Dos días después fray Francisco de Bustamante, provincial de los franciscanos, le respondió en otro sermón, acusándolo de dar crédito a hechos milagrosos que sólo avalaba el rumor popular. Preocupado, el arzobispo mandó levantar de inmediato una información judicial al respecto, recogiendo testimonios con el presumible objetivo de defenderse de las acusaciones del franciscano, si llegara el caso. En Destierro de sombras, Edmundo O’Gorman analiza la documentación producto de estos hechos, y llega a las siguientes conclusiones:
a) El culto a una imagen de la Virgen (no la Guadalupana) aparecida en la ermita de Tepeyac comenzó hacia 1555 o 1556 y no en 1531 como hasta hoy se admite. Existen documentos que así lo dicen explícitamente. Es de suponer que esta veneración fue promovida por Montúfar, para impulsar una forma de catolicismo tradicional y contrarreformista que tenía uno de sus pilares en el culto mariano, al mismo tiempo, Montúfar daba un duro golpe a los franciscanos en el pleito entre éstos y la Mitra, pues las convicciones erasmistas de los frailes no admitían que se fomentara en los indios un culto en el mismo sitio de su idolatría anterior. Sin embargo, para los neófitos en la religión de Cristo debió resultar sumamente atractivo escapar del rigor franciscano y rendir devoción a una imagen femenina como sus antepasados lo habían hecho con Tonantzin. Además, la ermita pasó de la jurisdicción de los franciscanos, que controlaban la mayoría de las parroquias del virreinato, a la del arzobispado, inscribiéndose así este hecho en un largo proceso en el que los primeros evangelizadores fueron despojados del inmenso dominio territorio que ganaron durante los primeros años de la colonia.
b) Casi inmediatamente, los vecinos españoles de México impusieron a esa imagen el nombre de Guadalupe, con el objeto de exorcizarla de su pasado pagano y apropiársela. La justificación tradicional la encontraron en el supuesto parecido de la imagen con la Virgen de Guadalupe de Extremadura -una suposición falsa.
c) El relato de las apariciones de la Virgen a Juan Diego lo redactó entonces el indio Antonio Valeriano. Siendo discípulo y colaborador de los franciscanos, es improbable que este cronista inventara una historia que tanto perjudicaba a las creencias e intereses de sus padres espirituales, con la intención de hacerla aparecer como verdadera. En este punto, O’Gorman se apoya en una conclusión de fray Servando Teresa de Mier, devoto exegeta guadalupano cuya obra al respecto analizo en un libro anterior (El heterodoxo guadalupano, UNAM, 1981). Mier, aunque partiendo de premisas dudosas, hizo notar que la historia de Juan Diego parecía un auto sacramental más que una narración histórica. Aquí reside la clave que permite ver el relato de Valeriano en su justa dimensión: se trata de una obra alegórica escrita para la explicación de la fe, como tantas otras que produjo la empresa franciscana. Ahora,Destierro de sombras ofrece una recreación de las creencias que se contraponían en los primeros años de la dominación española.
La producción histórica de O’Gorman tiene una intención recurrente: seguir la conformación del ser americano a través de las obras y los autores que le dieron vida. En esta línea, Destierro de sombras se suma a los renovadores trabajos previos del historiador, que en su conjunto marcan un antes y un después en la historiografía del periodo colonial. Se daba por sentado, que América fue descubierta por Colon, aun si este no supo que había descubierto un nuevo continente, y se suponía la existencia de un ser americano previo al viaje de Colon y ajeno a la historia, eterno. En La invención de América, O’Gorman puso de manifiesto la forma en que la idea de otro continente se fue imponiendo en el pensamiento occidental, hasta llegar a la noción de un “nuevo mundo” al que se llamó América. Le faltaba mostrar cómo se entendió la existencia de este nuevo mundo, la procedencia de sus habitantes y, en general la forma en que su novedad fue entendida dentro del pensamiento católico. Así, se dio a editar y prologar obras fundamentales en este proceso, como la Apologética historia sumaria de Bartolome de las Casas y la Historia natural y moral de las indias de José de Acosta. En este sentido, uno de sus últimos trabajos había sido El heterodoxo guadalupano, antología de textos de fray Servando Teresa de Mier con un estudio introductorio en el que seguía el desarrollo de sus ideas acerca de la aparición de la Virgen. Se trata de un hito fundamental de nuestra historia: el padre Mier siempre creyó que los habitantes de América habían sido evangelizados antes de la conquista, y llegó a afirmar que la imagen de Guadalupe había sido pintada sobre la capa de un apóstol en la época prehispánica. Con esto, negaba la justificación más importante del dominio español: la propagación del cristianismo. La consecuencia de esta ilegitimidad postulada por Mier era evidente, y él fue uno de los principales promotores de la independencia de la Nueva España.
Pero en el estudio de las múltiples hipótesis acerca del origen de la Guadalupana que en diferentes momentos sostuvo Mier se hizo notorio que también en la historia de esta imagen se daban muchos presupuestos de ninguna manera evidentes. Tanto los que creían en su aparición milagrosa como los que la negaban daban por hecho la existencia de un culto guadalupano en Tepeyac antes de 1555. Sin embargo, ningún testimonio fidedigno habla de tal cosa. O’Gorman, a través de una cuidadosa labor crítica (a la que dedica la mitad de las páginas de Destierro de sombras), encuentra quién, cuando y por qué razones promovió la veneración a la imagen.
Esta búsqueda se debe a una razón filosófica, que se encuentra en el fondo de su interpretación: la caracterización de los hechos históricos es determinante en la idea que se tenga de la historia. ¿Qué es un hecho histórico? ¿Como se delimita? ¿Cómo debe ser explicado? O’Gorman expuso sus ideas al respecto en La invención de América: “Cualquier acto, si se le considera en sí mismo, es un acontecimiento que carece de sentido, un acontecimiento del que, por lo tanto, no podemos afirmar lo que es, es decir, un acontecimiento sin ser determinado. Para que lo tenga, para que podamos afirmar lo que es, es necesario postularle una intención o propósito”. La razón del trabajo histórico es para O’Gorman explicar las intenciones de los actos humanos para encontrar de esa manera su ser.
Todo debate es mal visto por los académicos mexicanos. Es frecuente que en mesas redondas y discusiones cada intervención comience con alguna variante de la frase “Sin querer hacer polémica…”. Un investigador de gran prestigio como O’Gorman, que sistemáticamente reta a sus colegas a que defiendan sus ideas en la discusión, no puede sino incomodar a intelectuales que tienden a convertirse en burócratas. Por mencionar dos ejemplos, entre otros recientes, durante el cincuentenario del Instituto de Investigaciones Estéticas, Beatriz de la Fuente no permitió a O’Gorman leer un discurso en el que atacaba a Octavio Paz por afirmar que había sido George Kubler, y no Manuel Toussaint, el “descubridor” del arte colonial mexicano. Hace poco criticó la idea de Miguel León-Portilla de celebrar en 1992 el quinto centenario del “Encuentro de dos mundos”, y también encontró una falta de polémica, un vacío en la discusión de las ideas. Fiel a esta forma de actuar, O’Gorman hace de Destierro de sombras una obra sumamente polémica. No podía ser de otra forma, tratándose de un tema lleno de equívocos. Aquí impugna continuamente la creencia aparicionista del origen de la imagen, presumiblemente para incitar a la discusión a los devotos de la Virgen Morena. Otra vez, lo más probable es que se le intente ignorar, por una circunstancia especial: el cardenal de México acaba de mandar a Roma la documentación necesaria para abrir un juicio de canonización a Juan Diego. Esto no quiere decir que la elevación de un indio a los altares sea ya un hecho, pero dado que las canonizaciones suelen hacerse por razones políticas, es posible que suceda. San Felipe de Jesús, hasta hoy es el único santo mexicano, fue elevado a esa categoría en junio de 1862, cuando ya estaba en marcha la intervención francesa que instauró en México el segundo imperio. Actualmente, cuando el clero mexicano mantiene una actitud beligerante frente al Estado, no parece descabellado que se le dé un espaldarazo divino tan importante como el otorgamiento de otro santo propio. La obra de O’Gorman, que hace del futuro San Juan Diego un simple personaje alegórico, probablemente será soslayada para bien de la causa juandieguina.
Cabe una consideración final acerca del estudio de la religión en Nueva España. Si bien la Virgen de Guadalupe fue la más importante, no fue la única imagen que se venero durante el virreinato. En Chalma, Tecaxic, San Miguel del Milagro y otros sitios, hubo imágenes que fueron objeto de un culto popular. En muchos casos se trataba (Chalma el más evidente) de la sustitución de santuarios precolombinos para facilitar la adhesión formal de los indios a la nueva religión. En los siglos XVII y XVIII, estas imágenes se convirtieron en motivo de orgullo para los criollos. Al igual que en el caso de la Guadalupana, los milagros obrados por el Señor del Sacro Monte de Amecameca y el Señor de Santa Teresa demostraban la consideración especial que tenía Dios por esta parte del mundo.
La explicación de O’Gorman para este fenómeno no es enteramente satisfactoria. Se limita a afirmar que “para la gente mediterránea y en particular la del tronco hispánico, es de la naturaleza de su experiencia religiosa la latría más o menos indiscriminada”. Por eso, se infiere, fue factible la sustitución de un santuario pagano por uno cristiano. Pero el culto prehispánico no era nada semejante al católico, y es necesario explicar de qué manera se dio el cambio cómo fue que los naturales aceptaron adorar imágenes extrañas a su tradición, y como se integró en este proceso una forma de culto que dio características propias al catolicismo practicado en la Nueva España. Los testimonios acerca de estos santuarios duermen en archivos y bibliotecas, despreciados por el fanatismo de la razón y en espera de los interesados en la historia de la fe religiosa.
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