El drama que sufren los cristianos en la región choca con la indiferencia y el silencio de Occidente.
La prensa internacional informa sobre la sangrienta agitación que convulsiona Egipto. El acento suele limitarse al conflicto con la Hermandad Musulmana, que llevó a la destitución del presidente Morsi. Pero no se presta suficiente atención al drama que padecen los cristianos.
Benjamín Weinthal, un periodista preocupado por la suerte de las comunidades cristianas en el Medio Oriente, ha difundido noticias alarmantes que no llamaron la atención de la prensa occidental. En la ciudad egipcia de Beni Suef, una corte criminal ha sentenciado a toda una familia a quince años de prisión por haberse convertido al cristianismo. Beni Suef se encuentra en la ribera oriental del Nilo, unos 115 kilómetros al sur de El Cairo. Esto es muy grave: demuestra cuán en serio se estaban tomando las prescripciones del Gobierno islamista presidido por el derrocado presidente Morsi. La información fue publicada en el diario árabe Al Masri al Yum.
Se trata de una historia simple. La bella Nadia nació y pasó su infancia en el seno de una familia copta. Los coptos integran el diez por ciento de la población total del país. Debió convertirse al islam cuando, hace 23 años, se casó con Mohamed Abdel Wahab Mustafá. Luego de enviudar, ella y sus siete hijos decidieron retornar abiertamente a la fe cristiana. Entre los años 2004 y 2006 se afanaron por conseguir la ayuda de funcionarios laicos –que aún existen en Egipto– para obtener nuevas tarjetas de identidad. Pero cuando asumió el poder el Gobierno de Mohamed Morsi, tanto Nadia como sus hijos y algunos burócratas bajo sospecha ¡fueron condenados a prisión!
Quizás el mundo ya se resignó a que bajo regímenes oprimidos por la teocracia pasen estas cosas. Nadie se queja, por ejemplo, de que en Arabia Saudí sea imposible construir una sola iglesia y esté prohibido exhibir la cruz, mientras su Gobierno levanta febriles mezquitas por todo el planeta. Abandonar el islam, por ejemplo, se considera una apostasía imperdonable allí y en casi todos los países con mayoría musulmana. Sin embargo, en Egipto la situación no era tan grave años atrás. Hubo incluso cierta tolerancia religiosa durante la monarquía, los Gobiernos de Naser, Anuar el Sadat y hasta el recientemente defenestrado Mubarak.
La minoría religiosa más importante es la copta, compuesta por casi ocho millones de personas. Es una de las primeras comunidades cristianas de la historia, convertida –según versiones– por el evangelista Marcos en el siglo I, durante el gobierno de Nerón. El maravilloso Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell la describe con envidiable inspiración y advierte sobre los nubarrones que oscurecieron su futuro luego de la Segunda Guerra Mundial.
Samuel Tadros, investigador del Hudson Institute for Religious Freedom, asegura que conversiones como las de Nadia eran más o menos frecuentes en el pasado, pero que la nueva sharia “es un verdadero desastre en materia de libertad religiosa”. La sharia se ha convertido en parte integral de la nueva Constitución, que los militares desean revocar. Jordan Sekulow, director ejecutivo en el American Center for Law and Justice, afirma que los casos como el de Nadia y sus hijos se volverán cada vez más frecuentes y ominosos. Aumentará la discriminación contra otras religiones, encogidas bajo los implacables dictados de la ley coránica.
El presidente Morsi fue criticado en los ámbitos seculares de su país por su silencio y ausencia durante los brutales asaltos que sufrieron los cristianos de Egipto. En agosto del año pasado unas cien familias de Dahshur fueron obligadas a fugarse, con abandono de sus bienes y hogares. Predicadores extremistas, aliados o integrantes de la Hermandad Musulmana, llamaron a apartarse de los cristianos durante la Navidad, como si estuviesen infectos. No es novedad: desde hace décadas viven bajo la angustia de ser ciudadanos de segunda clase y de tener que defenderse de ataques a iglesias, aldeas y comercios; tienen lugar asaltos de turbas agitadas por imanes extremistas, y se fuerza la conversión de toda mujer cristiana si pretende casarse con un musulmán, como le ocurrió a la desdichada Nadia.
Sobre esto poco o nada se publica en el culposo Occidente. Sekulow exige una vigorosa acción diplomática para empujar a Egipto hacia una moderna libertad religiosa. Occidente no debería ser un espectador indiferente. Estados Unidos proporciona mil millones de dólares a Egipto ¡por año! Otros Estados también aportan. ¿Es una ayuda bien aprovechada? ¿O algunas porciones se desvían hacia los fanáticos? Semejante obsequio exige buena conducta en materia de derechos humanos o debería ser reconsiderada.
Se estima que la población cristiana del Medio Oriente (comprendidas sus diversas denominaciones), hasta fines del siglo XX, se acercaba a un 20 por ciento. Los últimos censos la han reducido a un 5 por ciento. Y su número sigue bajando. En el Líbano, el más adelantado de los países árabes, cayó del 50 al 40 por ciento. El creciente poderío de Hezbolá, grupo armado terrorista sostenido por Irán ante la indiferencia de la ONU, aumentó en ese país la inseguridad y la emigración de cristianos. En Siria los cristianos ya son menos del 12 por ciento. Para colmo, entre los rebeldes de ese desdichado país predominan los islamistas fanatizados, que ya han cometido crímenes por motivos religiosos. Algo similar pasó en Irak, donde la mitad de sus 800.000 cristianos han debido huir tras la caída de Sadam Husein y el incendio de la principal iglesia de Bagdad durante una misa dominical, reivindicado por los salafistas, que quieren reimponer el estilo de vida existente en los tiempos de Mahoma (siglo VII).
Para expresarlo sin rodeos, la fugaz Primavera Árabe ha sido capturada en la mayor parte del Medio Oriente por la regresión fanática, decidida a imponer un intolerante dogmatismo.
El vicario de la iglesia de San Jorge de Bagdad tuvo el coraje de lanzar una frase políticamente incorrecta, que podría costarle la vida. Dijo: “El único lugar del Medio Oriente donde los cristianos están verdaderamente seguros es Israel”. Tiene razón: es el único y muy pequeño país de la región donde su comunidad cristiana aumenta sin restricción alguna.
A esta afirmación se debería agregar lo sucedido en la última Navidad. Seiscientos cristianos de la Franja de Gaza obtuvieron permiso de las autoridades israelíes para trasladarse a Cisjordania. La sorpresa fue mayúscula cuando, al regreso, varias decenas pidieron asilo para quedarse en Israel: no toleran seguir bajo gobierno de Hamás ni de la Autoridad Palestina. Más sorprendente aún fue que muchas familias cristianas del Jerusalén oriental se trasladaran para la celebración de la fiesta a los sectores judíos de la ciudad, porque se sentían más tranquilas que entre sus vecinos musulmanes. Según el diario Israel Hayom, varios políticos, periodistas y blogueros fueron detenidos por la Autoridad Palestina cuando se animaron a difundir estos hechos extraordinarios. Oficialmente, el Gobierno palestino debe castigar a quienes mantienen relaciones comerciales con los israelíes, porque desde hace tiempo ha impuesto un boicot económico bastante absurdo e ineficaz. No obstante, según estadísticas que no fueron cuestionadas ni por los más acérrimos críticos, unos 40.000 árabes de Cisjordania solicitaron permiso de trabajo en Israel y unos 15.000 consiguen trabajo en los cuestionados asentamientos.
Comprender la diferencia no presenta dificultades. Israel es un país moderno y democrático, lleno de conflictos, pero cimentado sobre los pilares de la Ilustración. En el resto del Medio Oriente aún falta el cambio que empuje hacia las nuevas conquistas del espíritu. Occidente, al abstenerse de formular las críticas que debería blandir con fuerza y convicción, es corresponsable del atraso que sufren cientos de millones de personas.
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