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martes, 20 de agosto de 2013

El punto de no retorno o la política de emergencia: Egipto, Pemex y banderitas

La política trata de imitar a la naturaleza, pero no es la naturaleza: el cambio o la reforma en política no garantiza la evolución, sino la reproducción de las mismas condiciones de sujeción y uso inautorizado del poder, mediante otros medios.

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El hecho de que las cifras oficiales de muertos durante las revueltas en Egipto la semana pasada supere las 800 víctimas, parece, a escala mundial, algo como un recordatorio de que el Estado y las fuerzas políticas que lo construyen y se lo disputan harán todo lo que esté en sus manos para hacer que la ficción del Estado y la libertad individual pervivan, sabiendo de antemano que se trata de un montaje, de una ficción.

El teórico Andrew Dilks ha explicado cómo para los bancos centrales, al menos en Occidente, la ficción de la burocracia y el simulacro de la deuda construyen la impresión (a través de los medios) de que todo está cambiando para que todo permanezca igual. Los bancos centrales compran deuda, aplican penalizaciones absurdas y dejan sin casa a miles de personas en EU, durante 2009. Esto provoca una recesión económica a escala mundial. Pero si algo ha sabido hacer Wall Street históricamente es capitalizar el descontento. Las consecuencias “reales” de jugar con capitales virtuales están comprendidas dentro del presupuesto: Calderón les llamaba daños colaterales, por ejemplo, y aunque los periódicos hayan dejado de hacerlas evidentes, se siguen acumulando.

Durante la guerra contra el “malvado” Talibán, Bush Jr. recurrió a una estrategia utilizada previamente por Roosevelt y Eisenhower durante la 2a Guerra Mundial: persuadidos por un fuerte dispositivo mediático que apela a la patriotería y el nacionalismo –esa participación ficticia de un capital simbólico, la nación– las masas anónimas aceptarán todos los recortes presupuestarios y todas las medidas cautelares necesarias para que la nación, en tanto convención instrumental, siga en marcha. Estamos en guerra, recuérdese. Puede haber enemigos en cualquier parte. Necesitamos estar unidos, hoy más que nunca (no importa cuándo leas esto).

Por eso los ciudadanos de Estados Unidos olvidan muy pronto o francamente ignoran que el Talibán fue el principal aliado de EU durante los 80 para hacerse con el control militar de la frontera sur de Rusia; una vez que el “contrato” de los tiempos llevó a EU a necesitar nuevos aliados, el Talibán se volvió el enemigo. Las guerras y el descontento social también forman parte –no menor– del presupuesto de egresos, y sobre todo del presupuesto de ingresos: no hay mejor negocio que iniciar una guerra y armar a ambos bandos.
Made in USA, baby.

En los países del llamado tercer mundo, los programas de ajustes estructurales (medidas de austeridad, devaluaciones, privatización de empresas) se han llevado a cabo durante décadas; fuera de Grecia y España, otros países ricos no han experimentado la brutalidad de las dictaduras militares durante la historia reciente, por lo que la violencia en Egipto o el montaje de la política-espectáculo en México o Venezuela es esperable para la opinión pública mundial, a la vez que forman parte del mismo mecanismo de supresión de la disidencia que ha aprendido que fusilar o desaparecer la disidencia es demasiado costoso e infructuoso a largo plazo: lo mejor es meterla en un museo o en un programa de televisión, donde podremos admirarla sin peligro, como a los animales de un zoológico.

Y es que el capitalismo es la imposibilidad de la desaparición y la ficción de la equivalencia. Lo que se reprime en un lugar, aparece en otro. Eso enseña la dialéctica hegeliana, que cada bando aplica a su modo. Se puede comenzar, por ejemplo, una guerra civil promovida por el Estado como en México durante el calderonato y llevarla a un punto de no retorno, cuando la desmilitarización representaría un peligro aún peor. El cuento es el mismo: ya hemos ido demasiado lejos, no podemos dar marcha atrás. El punto de no retorno para Wall Street pasó hace mucho. La ideología (el nacionalismo, el estado de bienestar, la paz pública) es solamente el agente de relaciones públicas que nos dice qué desear, cuánto y de qué forma.

Las élites financieras han hecho un uso magistral de la máxima de Hegel: “todo el mérito que el ser humano pueda poseer, toda realidad espiritual, la posee únicamente a través del Estado.” Para el filósofo alemán, la guerra era lo único capaz de mantener la salud ética de las naciones y de fijar un sentido de pertenencia. Como Beethoven, se sintió tentado a admirar al enemigo –Napoleón–, y pudo aprender al igual que él que las guerras previenen que la gente tome conciencia del saqueo y la corrupción de que son objeto en sus condiciones materiales de vida a causa de las decisiones de sus gobernantes: las guerras cimentan la estructura financiera del Estado, a la vez que impiden que la gente se convierta activamente en ciudadano, es decir, en un actor con alguna injerencia real en el desarrollo de la vida pública. El voto es apenas la ruina de esa participación, la escena donde cada persona cree participar activamente en el desarrollo de la historia.

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La “Divina Idea”, el Estado, sin embargo, es una entelequia más, una máscara de la élite financiera para fijar el sentido de las palabras: como un gran diccionario perverso, la libertad, la igualdad y la fraternidad se entienden y se explican según la política de turno y según quién sea el enemigo. La paz no genera riqueza; la inestabilidad sí. 

Estamos solamente frente a un cambio de turno, como en otros momentos de la historia (así, con minúsculas, porque esta nunca será una historia oficial). Los viejos poderes con nuevas máscaras. Lo reprimido que reaparece: los 7 mil millones de libras esterlinas que los banqueros británicos le quitan a los servicios sociales para indigentes reaparecen como bonos para estos mismos banqueros; el Estado reformando o renacido en Empresa que a través del outsourcing o la subcontratación deroga la misión histórica de mantener la paz y bienestar de los ciudadanos e instituye la administración y gerencia de bienes y capitales como servicio de lujo por el que cobra impuestos, como en México.

Cada guerra y cada “estado de excepción” es un crimen: cada crimen tiene un móvil y un objetivo; cada crimen tiene un autor intelectual. Pero tal vez nunca como en nuestros días el crimen es más visible y su posibilidad de castigo, menos probable. A pesar de este esquema racional yo no sería de la idea de una conspiración de alto grado: creo que en realidad hay soluciones racionales aplicadas a una realidad caótica. Lo que el PRI hoy llama “reforma” y “responsabilidad histórica” para con el petróleo en México es ese punto de no retorno equivalente a una guerra, cuyas condiciones no son reconocibles al ciudadano promedio. Hemos ido demasiado lejos en la corrupción, en la venta de favores, en el compadrazgo y la adminsitración charra. Estamos muy apenados. Mejor dejemos que estos consejos de empresas se encarguen de poner los números en orden. ¿Limpiar Pemex de corrupción? Vamos, eso sería tanto como desaparecerla. 

En el caso mexicano el problema es de interpretación histórica: el PRI y Peña Nieto pueden afirmar que la reforma energética no es sino un paso más allá en la visión que Lázaro Cárdenas habría previsto con la nacionalización del petróleo durante los años 30 (la frase de EPN que quedará para la historia es el misterioso pase mágico frente al cual “palabra por palabra” él puede entender lo contrario de lo que dice un texto, y convencer a la gente de que es así), mientras que AMLO y Cuauhtémoc Cárdenas se presentan como los garantes de una interpretación cuasi moral de la historia apelando, sin embargo, a los mismos referentes que EPN: la historia como voluntad y representación.

En ambos casos, el PRI y los actores de la desarticulada izquierda mexicana pugnan por una especie de justicia histórica, dejando sin tocar la necesidad de limpiar Pemex de la corrupción.

¿Qué sigue? Outsourcing de gobierno, con apenas un poco de paranoia. La era postideológica nos persuadirá de ello: dejémonos de debates, lo que necesitamos es eficiencia. Funcionó con el TLCAN y funcionó con NAFTA. Toda gran guerra y toda gran devaluación no ha sido generada por fuerzas caóticas, sino por el uso privado de la razón, que diría Kant, la ingeniería política que se cree capaz de generar versiones de la historia por adelantado (la promoción de esas versiones de la historia futura es en lo que consiste toda campaña presidencial en las democracias, pero eso es otro tema). Es por ello que en tiempos de inestabilidad el nacionalismo y “la unidad de todos los ciudadanos” es lo único que puede compensar lo que, visto desde una óptica de responsabilidad social, es un suicidio.

Banderitas para unos, seguridad social para nadie.

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