El hecho de que las cifras oficiales de
muertos durante las revueltas en Egipto la semana pasada supere las 800
víctimas, parece, a escala mundial, algo como un recordatorio de que el
Estado y las fuerzas políticas que lo construyen y se lo disputan harán
todo lo que esté en sus manos para hacer que la ficción del Estado y la
libertad individual pervivan, sabiendo de antemano que se trata de un
montaje, de una ficción.
El teórico Andrew Dilks ha explicado
cómo para los bancos centrales, al menos en Occidente, la ficción de la
burocracia y el simulacro de la deuda construyen la impresión (a través
de los medios) de que todo está cambiando para que todo permanezca igual.
Los bancos centrales compran deuda, aplican penalizaciones absurdas y
dejan sin casa a miles de personas en EU, durante 2009. Esto provoca una
recesión económica a escala mundial. Pero si algo ha sabido hacer Wall
Street históricamente es capitalizar el descontento. Las consecuencias
“reales” de jugar con capitales virtuales están comprendidas dentro del
presupuesto: Calderón les llamaba daños colaterales, por ejemplo, y aunque los periódicos hayan dejado de hacerlas evidentes, se siguen acumulando.
Durante la guerra contra el “malvado”
Talibán, Bush Jr. recurrió a una estrategia utilizada previamente por
Roosevelt y Eisenhower durante la 2a Guerra Mundial: persuadidos por un
fuerte dispositivo mediático que apela a la patriotería y el
nacionalismo –esa participación ficticia de un capital simbólico, la nación–
las masas anónimas aceptarán todos los recortes presupuestarios y todas
las medidas cautelares necesarias para que la nación, en tanto
convención instrumental, siga en marcha. Estamos en guerra, recuérdese.
Puede haber enemigos en cualquier parte. Necesitamos estar unidos, hoy más que nunca (no importa cuándo leas esto).
Por eso los ciudadanos de Estados Unidos
olvidan muy pronto o francamente ignoran que el Talibán fue el
principal aliado de EU durante los 80 para hacerse con el control
militar de la frontera sur de Rusia; una vez que el “contrato” de los
tiempos llevó a EU a necesitar nuevos aliados, el Talibán se volvió el
enemigo. Las guerras y el descontento social también forman parte –no
menor– del presupuesto de egresos, y sobre todo del presupuesto de
ingresos: no hay mejor negocio que iniciar una guerra y armar a ambos
bandos.
Made in USA, baby.
En los países del llamado tercer mundo,
los programas de ajustes estructurales (medidas de austeridad,
devaluaciones, privatización de empresas) se han llevado a cabo durante
décadas; fuera de Grecia y España, otros países ricos no han
experimentado la brutalidad de las dictaduras militares durante la
historia reciente, por lo que la violencia en Egipto o el montaje de la
política-espectáculo en México o Venezuela es esperable para la opinión
pública mundial, a la vez que forman parte del mismo mecanismo de
supresión de la disidencia que ha aprendido que fusilar o desaparecer la
disidencia es demasiado costoso e infructuoso a largo plazo: lo mejor
es meterla en un museo o en un programa de televisión, donde podremos
admirarla sin peligro, como a los animales de un zoológico.
Y es que el capitalismo es la
imposibilidad de la desaparición y la ficción de la equivalencia. Lo que
se reprime en un lugar, aparece en otro. Eso enseña la dialéctica
hegeliana, que cada bando aplica a su modo. Se puede comenzar, por
ejemplo, una guerra civil promovida por el Estado como en México durante
el calderonato y llevarla a un punto de no retorno, cuando la
desmilitarización representaría un peligro aún peor. El cuento es el
mismo: ya hemos ido demasiado lejos, no podemos dar marcha atrás. El
punto de no retorno para Wall Street pasó hace mucho. La ideología (el
nacionalismo, el estado de bienestar, la paz pública) es solamente el
agente de relaciones públicas que nos dice qué desear, cuánto y de qué
forma.
Las élites financieras han hecho un uso
magistral de la máxima de Hegel: “todo el mérito que el ser humano pueda
poseer, toda realidad espiritual, la posee únicamente a través del
Estado.” Para el filósofo alemán, la guerra era lo único capaz de
mantener la salud ética de las naciones y de fijar un sentido de
pertenencia. Como Beethoven, se sintió tentado a admirar al enemigo
–Napoleón–, y pudo aprender al igual que él que las guerras previenen
que la gente tome conciencia del saqueo y la corrupción de que son
objeto en sus condiciones materiales de vida a causa de las decisiones
de sus gobernantes: las guerras cimentan la estructura financiera del
Estado, a la vez que impiden que la gente se convierta activamente en
ciudadano, es decir, en un actor con alguna injerencia real en el
desarrollo de la vida pública. El voto es apenas la ruina de esa
participación, la escena donde cada persona cree participar activamente
en el desarrollo de la historia.
La “Divina Idea”, el Estado, sin
embargo, es una entelequia más, una máscara de la élite financiera para
fijar el sentido de las palabras: como un gran diccionario perverso, la libertad, la igualdad y la fraternidad se
entienden y se explican según la política de turno y según quién sea el
enemigo. La paz no genera riqueza; la inestabilidad sí.
Estamos solamente frente a un cambio de
turno, como en otros momentos de la historia (así, con minúsculas,
porque esta nunca será una historia oficial). Los viejos poderes con
nuevas máscaras. Lo reprimido que reaparece: los 7 mil millones de
libras esterlinas que los banqueros británicos le quitan a los servicios
sociales para indigentes reaparecen como bonos para estos mismos
banqueros; el Estado reformando o renacido en Empresa que a través del outsourcing o
la subcontratación deroga la misión histórica de mantener la paz y
bienestar de los ciudadanos e instituye la administración y gerencia de
bienes y capitales como servicio de lujo por el que cobra impuestos,
como en México.
Cada guerra y cada “estado de excepción”
es un crimen: cada crimen tiene un móvil y un objetivo; cada crimen
tiene un autor intelectual. Pero tal vez nunca como en nuestros días el
crimen es más visible y su posibilidad de castigo, menos probable. A
pesar de este esquema racional yo no sería de la idea de una
conspiración de alto grado: creo que en realidad hay soluciones
racionales aplicadas a una realidad caótica. Lo que el PRI hoy llama
“reforma” y “responsabilidad histórica” para con el petróleo en México
es ese punto de no retorno equivalente a una guerra, cuyas condiciones
no son reconocibles al ciudadano promedio. Hemos ido demasiado lejos en
la corrupción, en la venta de favores, en el compadrazgo y la
adminsitración charra. Estamos muy apenados. Mejor dejemos que estos
consejos de empresas se encarguen de poner los números en orden.
¿Limpiar Pemex de corrupción? Vamos, eso sería tanto como
desaparecerla.
En el caso mexicano el problema es de
interpretación histórica: el PRI y Peña Nieto pueden afirmar que la
reforma energética no es sino un paso más allá en la visión que Lázaro
Cárdenas habría previsto con la nacionalización del petróleo durante los
años 30 (la frase de EPN que quedará para la historia es el misterioso
pase mágico frente al cual “palabra por palabra” él puede entender lo
contrario de lo que dice un texto, y convencer a la gente de que es
así), mientras que AMLO y Cuauhtémoc Cárdenas se presentan como los
garantes de una interpretación cuasi moral de la historia apelando, sin
embargo, a los mismos referentes que EPN: la historia como voluntad y
representación.
En ambos casos, el PRI y los actores de
la desarticulada izquierda mexicana pugnan por una especie de justicia
histórica, dejando sin tocar la necesidad de limpiar Pemex de la
corrupción.
¿Qué sigue? Outsourcing de gobierno, con
apenas un poco de paranoia. La era postideológica nos persuadirá de
ello: dejémonos de debates, lo que necesitamos es eficiencia. Funcionó
con el TLCAN y funcionó con NAFTA. Toda gran guerra y toda gran
devaluación no ha sido generada por fuerzas caóticas, sino por el uso
privado de la razón, que diría Kant, la ingeniería política que se cree
capaz de generar versiones de la historia por adelantado (la promoción
de esas versiones de la historia futura es en lo que consiste toda
campaña presidencial en las democracias, pero eso es otro tema). Es por
ello que en tiempos de inestabilidad el nacionalismo y “la unidad de
todos los ciudadanos” es lo único que puede compensar lo que, visto
desde una óptica de responsabilidad social, es un suicidio.
Banderitas para unos, seguridad social para nadie.
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