“Yo no soy el papa, no se dirijan a mí”. Esta fue la respuesta del pontífice emérito, Joseph Ratzinger, cuando la pasada semana media docena de cardenales del sector más ultraconservador de la Iglesia romana visitaron a Benedicto XVI. Le pedían que alzara la voz contra las posturas “cismáticas” del papa Francisco sobre la apertura de la Iglesia a los gays, los divorciados y las parejas no conyugales.
La escena, que responde a los cánones clásicos de las intrigas vaticanas, se produjo en el interior del monasterio Mater Ecclesiae, entre los muros del Vaticano, donde reside el papa emérito desde que hace un año y medio decidiera renunciar a su cargo por primera vez en la historia de la Iglesia moderna, y donde se dedica a la escritura, la oración y a recibir a contadas visitas.
Según informaba el domingo el diario italiano La Repubblica, un grupo de cardenales solicitó audiencia con el papa emérito. Algunas fuentes han apuntado a eldiario.es que, entre ellos, podrían estar el prefecto de Doctrina de la Fe, Gerhard Müller; el cardenal Raymond Burke (posiblemente, el que con más fuerza ha criticado a Bergoglio); y el otrora responsable de la Legión de Cristo, Velasio de Paolis.
Tras preguntar por su salud, los purpurados comenzaron a hablar de su malestar ante el rumbo “progresista” que estaba tomando el Sínodo de Obispos sobre la familia, donde por primera vez se ha hablado con libertad de la posibilidad de volver a conceder la comunión a los divorciados vueltos a casar, avalar las convivencias ad experimentum (antes del matrimonio), reconocer los aspectos positivos de las parejas no matrimoniales o, incluso, acoger en su seno a los homosexuales.
Uno de los cardenales se atrevió a pedir a Benedicto XVI que se posicionara públicamente contra esta apertura, lo que supondría un cisma de facto, con un papa yendo en contra de otro papa. Una situación que no se ha dado desde el Cisma de Occidente. En ese momento, Ratzinger rechazó con firmeza las presiones de los conservadores, y les despidió, nos cuentan, con rapidez. “Yo no soy el papa, no se dirijan a mí”.
Acto seguido, y a través de su secretario personal –también secretario de la Casa Pontificia y encargado de la agenda del nuevo Papa–, Benedicto XVI hizo llegar un mensaje a Francisco informándole del complot urdido en su contra y poniéndose a su disposición. Cabe señalar que, aunque Ratzinger y Bergoglio no comparten el mismo modelo de Iglesia –el emérito es mucho más conservador que el actual pontífice–, mantienen una relación muy cercana, hasta el punto de que Francisco consulta con Benedicto XVI algunas de las decisiones más difíciles.
“Cuando habla Benedicto XVI, siempre es para apoyar a Francisco”, destacaron unos “atentos observadores” citados por La Repubblica. En contrapartida, Bergoglio trata a su antecesor con respeto y afecto, como pudo comprobarse este domingo, durante la beatificación de Pablo VI, cuando Francisco se saltó el protocolo para abrazar, antes y después de la ceremonia, al papa emérito, quien quiso participar en la ceremonia.
Con todo, son muchos los que, todavía hoy, consideran que la elección de Francisco es un fraude y que el auténtico papa continúa siendo Benedicto XVI, pese a su renuncia consciente. Esos mismos, minoría en retirada –como se pudo ver en las votaciones del Sínodo, apenas llegan a un tercio de los padres sinodales–, están dispuestos a todo para evitar cualquier apertura en la Iglesia. Aun a riesgo de un cisma. Y utilizando todos los medios –legítimos o no– que estén a su alcance. Aunque a veces el tiro sale por la culata, como sucedió en el caso de Benedicto XVI. El alemán se niega a que lo utilicen contra su sucesor.
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