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Dibujado por Serguéi Yolkin
Al calor de la crisis ucrania de las últimas semanas, el grueso de nuestros medios de comunicación ha abrazado un genuino cuento de hadas. Conforme a este, la Unión Europea y Estados Unidos no habrían hecho otra cosa que acudir desinteresadamente en socorro de la población de un país, Ucrania, sometido a una dictadura y objeto de la humillante dominación rusa.
El cuento de hadas en cuestión ha operado como eficiente cortina de humo que permite ocultar algo importante: lo ocurrido en Ucrania ilustra a la perfección el carácter de conflictos cada vez más sucios en los cuales es difícil atribuir una condición saludable a ninguno de los agentes que en ellos operan.
Ahí están, para testimoniarlo y por lo pronto, los movimientos de laoposición naranja ucrania que, empeñada en que Rusia tiene alguna ontológica obligación de vender el gas a precios de favor, ya tuvo oportunidad de demostrar, sin éxito, sus arrestos cuando años atrás estaba en el Gobierno en Kiev.
Al calor de la crisis ucrania de las últimas semanas, el grueso de nuestros medios de comunicación ha abrazado un genuino cuento de hadas. Conforme a este, la Unión Europea y Estados Unidos no habrían hecho otra cosa que acudir desinteresadamente en socorro de la población de un país, Ucrania, sometido a una dictadura y objeto de la humillante dominación rusa.
El cuento de hadas en cuestión ha operado como eficiente cortina de humo que permite ocultar algo importante: lo ocurrido en Ucrania ilustra a la perfección el carácter de conflictos cada vez más sucios en los cuales es difícil atribuir una condición saludable a ninguno de los agentes que en ellos operan.
Ahí están, para testimoniarlo y por lo pronto, los movimientos de laoposición naranja ucrania que, empeñada en que Rusia tiene alguna ontológica obligación de vender el gas a precios de favor, ya tuvo oportunidad de demostrar, sin éxito, sus arrestos cuando años atrás estaba en el Gobierno en Kiev.
Pero se encuentran también Yanukóvich y losoligarcas del oriente ucranio que lo respaldaban, empeñados en reproducir, en la escala correspondiente, el modelo que Putin, al amparo de una combinación de magnates y represión, ha desplegado con razonable éxito en Rusia [qué patético resulta, por cierto, el designio de identificar en Yanukóvich un dirigente empeñado en la defensa de las clases populares y en Putin una suerte de Che Guevara del siglo XXI].
Claro es que en la lista de quienes juegan sucio se hallan también las potencias occidentales, que desde hace cinco lustros —y fanfarria retórica aparte— se encuentran pundonorosamente entregadas a la tarea de explotar una mano de obra barata, hacerse con el negocio que auguran materias primas muy golosas y, llegado el caso, abrir mercados razonablemente prometedores.
Si la UE, por su parte, ha sido singularmente cicatera con Ucrania y bien que ha eludido cualquier compromiso serio de incorporación de esta a la Unión, del lado de EE UU se han hecho valer los habituales espasmos de control de riquezas y áreas geográficas. Para que nada falte, en suma, y con su habitual delicadeza de movimientos, Rusia no ha dudado en esgrimir una lógica imperial por la que no sienten gran afecto, como es fácil suponer, los pueblos afectados.
Conviene, eso sí, que, puestos a buscar dobleces en el tratamiento que nuestros medios han desplegado al amparo de los acontecimientos ucranios, pongamos el dedo en la llaga de la actitud, visiblemente hostil y comúnmente acrítica, que han demostrado en relación con Rusia. De la mano de una censura que bebe de una obscena doble moral, esos medios parecen haber renunciado a preguntarse si a Moscú no le asiste alguna razón cuando actúa como lo hace.
¿Qué sucedería si en México un Gobierno amigo de EE UU fuese derrocado en virtud de una operación en la que se diesen cita una revuelta popular y aviesas manipulaciones externas? ¿Se quedaría la Casa Blanca con los brazos cruzados, tanto más si una Crimea mexicana, mayoritariamente poblada por estadounidenses, le hubiera sido sustraída a la gran potencia del norte de resultas de una caprichosa decisión asumida en 1954 por un presidente norteamericano?
Y es que, en lo que al mundo occidental se refiere, Rusia lo ha probado casi todo: la docilidad sin límites del primer Yeltsin, la colaboración de Putin con Bush hijo entre 2001 y 2006, y, en suma, una moderada confrontación que era antes la consecuencia de la prepotencia de la política estadounidense que el efecto de un proyecto propio y consciente.
Moscú no ha sacado, sin embargo, provecho alguno de ninguna de esas opciones. Antes bien, ha sido obsequiado con sucesivas ampliaciones de la OTAN, con un reguero de bases militares en el extranjero cercano, con el descarado apoyo occidental a las revoluciones de colores y con un displicente trato comercial.
No es difícil, entonces, que, con una UE visiblemente supeditada a los intereses norteamericanos, Rusia entienda que está siendo objeto de una agresiva operación de acoso encaminada a reducir las posibilidades de que resurja en el oriente europeo una gran potencia, y ello por mucho que las diferencias no las marquen ahora ideologías aparentemente irreconciliables, sino querencias imperiales bien conocidas.
Lo suyo es agregar que lo que anuncia el futuro no es muy halagüeño para los habitantes del este de Europa.
Si lo que se aposenta es una Rusia débil, como acarician muchos de los grupos de poder en el mundo occidental, las convulsiones estarán a la orden del día en un escenario en el que la rapiña que se prevé parece llamada aganar muchos enteros. Si lo que gana terreno, en cambio, es una Rusia fuerte, muchos europeos orientales tendrán la oportunidad de comprobar cómo la presunta comunidad de cultura y de valores con el gran imperio local se traducirá en imposiciones sin cuento.
Baste con recordar las que, en este caso con el silencio cómplice de la UE y de EE UU, se han revelado en Chechenia, un lugar en el que, por cierto, cabe aguardar que Putin organice un referendo de autodeterminación similar al que, con razones respetables y garantías deleznables, ha tenido a bien orquestar en Crimea.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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