Dibujado por Alekséi Iorsh
Las sanciones que Occidente ha aplicado contra Rusia en relación con la crisis ucraniana sin duda dañarán de manera significativa las relaciones entre ambos, además de crear problemas a Moscú a la hora de participar en diversos grupos internacionales, como pueden ser el G8, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (PACE) o el Consejo OTAN-Rusia. Estas dificultades se empiezan a notar también en la economía; las sanciones están teniendo impacto en la situación política interna de Rusia y Moscú no puede ignorarlo.
También existen tensiones en las relaciones con países de la antigua Unión Soviética. Por ejemplo, como resultado de los acontecimientos, la actitud de la población de Ucrania se ha polarizado drásticamente. Antes, los ucranianos en general eran neutrales o benevolentes hacia Rusia, pero ahora se ve cómo se han dividido en dos bandos irreconciliables y casi con la misma fuerza: los que consideran a Rusia como el enemigo y los que están dispuestos incluso a renunciar a su independencia para conservar sus vínculos con Rusia.
Sin embargo, debemos reconocer también otra cosa: la crisis de Ucrania y la severa reacción de Occidente, consciente o inconscientemente, están empujando a Rusia a darse cuenta finalmente de que se está convirtiendo en un líder alternativo, por lo menos en Eurasia, y probablemente también a escala global.
Si en el pasado Moscú, a pesar de todo, todavía consideraba una prioridad la formalización de alianzas con Occidente, ahora la posición occidental en Ucrania ha convencido finalmente al Kremlin de la futilidad de sus intentos para llegar a los líderes occidentales, que están dispuestos a reconocer los intereses nacionales de todo el mundo, incluso de los estados más pequeños de la antigua URSS, excepto los de Rusia.
La situación está contribuyendo a que Rusia regrese a su identidad tradicional, no solo como país, sino también como fenómeno de civilización propio, que siempre la ha impulsado a una política doméstica y exterior más independiente. Esta tendencia es sin duda opuesta a la que prevaleció durante los años postsoviéticos, basada en el postulado “Rusia también es Europa”. Hay que reconocer que no es el primer intento histórico de Rusia de incorporarse a Europa, solo para ser rechazada otra vez. Además, incluso la disolución voluntaria del bloque soviético no constituyó para Occidente un argumento suficientemente válido de las buenas intenciones de Rusia.
Por lo menos ahora está claro que la actual crisis de las relaciones entre Rusia y Occidente está cimentando una cooperación más cercana entre Moscú y Pekín. También otros países están empezando ahora a orientarse hacia Moscú y hacia otros competidores potenciales de Occidente, que fortalecen de este modo sus posiciones en el diálogo con las capitales occidentales.
Estoy convencido de que Occidente, por segunda vez en los últimos veinte años, ha cometido un grave error en relación con Rusia. El primero ocurrió tras la caída de la URSS. Nos guste o no, debemos reconocer que la Unión Soviética no se disolvió por los esfuerzos de Occidente, sino por los de Moscú misma. Rusia esperaba ver una actitud nueva en Occidente y esperaba sinceramente que apreciase sus sacrificios y fuese capaz de superar los primitivos paradigmas competitivos del siglo XX.
Pero no se proporcionó ninguna ayuda sustancial a la economía del país y, en el espacio postsoviético, los aliados prioritarios de Occidente fueron aquellos que a menudo eran guiados en su relación con Rusia por ansias emocionales de venganza histórica y no por deseos racionales y neutrales de lograr acuerdos a largo plazo.
El resultado fue bastante predecible: el péndulo de las preferencias en Rusia se ha inclinado hacia la dirección opuesta. Para los rusos vuelve a estar claro que se han visto defraudados en sus relaciones con Occidente. Es extraño que para los políticos occidentales esto sea una desagradable sorpresa. Sin embargo, era fácil de predecir para cualquiera que comprenda más o menos las peculiaridades rusas.
Ahora Occidente repite el error o persevera en él una vez más. Su tajante negativa a reconocer el derecho de Rusia a tener intereses cruciales en el antiguo espacio soviético está provocando nuevas oleadas de sentimientos antioccidentales y la elección estratégica por parte de Moscú de aproximarse a centros de poder alternativos a Occidente.
En política interior, por ahora, esto solo sirve para unir a la sociedad rusa y para fortalecer la posición de Vladímir Putin. No me sorprendería en absoluto si la crisis ucraniana le diese a Putin otro mandato presidencial en las próximas elecciones.
Las sanciones que Occidente ha aplicado contra Rusia en relación con la crisis ucraniana sin duda dañarán de manera significativa las relaciones entre ambos, además de crear problemas a Moscú a la hora de participar en diversos grupos internacionales, como pueden ser el G8, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (PACE) o el Consejo OTAN-Rusia. Estas dificultades se empiezan a notar también en la economía; las sanciones están teniendo impacto en la situación política interna de Rusia y Moscú no puede ignorarlo.
También existen tensiones en las relaciones con países de la antigua Unión Soviética. Por ejemplo, como resultado de los acontecimientos, la actitud de la población de Ucrania se ha polarizado drásticamente. Antes, los ucranianos en general eran neutrales o benevolentes hacia Rusia, pero ahora se ve cómo se han dividido en dos bandos irreconciliables y casi con la misma fuerza: los que consideran a Rusia como el enemigo y los que están dispuestos incluso a renunciar a su independencia para conservar sus vínculos con Rusia.
Sin embargo, debemos reconocer también otra cosa: la crisis de Ucrania y la severa reacción de Occidente, consciente o inconscientemente, están empujando a Rusia a darse cuenta finalmente de que se está convirtiendo en un líder alternativo, por lo menos en Eurasia, y probablemente también a escala global.
Si en el pasado Moscú, a pesar de todo, todavía consideraba una prioridad la formalización de alianzas con Occidente, ahora la posición occidental en Ucrania ha convencido finalmente al Kremlin de la futilidad de sus intentos para llegar a los líderes occidentales, que están dispuestos a reconocer los intereses nacionales de todo el mundo, incluso de los estados más pequeños de la antigua URSS, excepto los de Rusia.
La situación está contribuyendo a que Rusia regrese a su identidad tradicional, no solo como país, sino también como fenómeno de civilización propio, que siempre la ha impulsado a una política doméstica y exterior más independiente. Esta tendencia es sin duda opuesta a la que prevaleció durante los años postsoviéticos, basada en el postulado “Rusia también es Europa”. Hay que reconocer que no es el primer intento histórico de Rusia de incorporarse a Europa, solo para ser rechazada otra vez. Además, incluso la disolución voluntaria del bloque soviético no constituyó para Occidente un argumento suficientemente válido de las buenas intenciones de Rusia.
Por lo menos ahora está claro que la actual crisis de las relaciones entre Rusia y Occidente está cimentando una cooperación más cercana entre Moscú y Pekín. También otros países están empezando ahora a orientarse hacia Moscú y hacia otros competidores potenciales de Occidente, que fortalecen de este modo sus posiciones en el diálogo con las capitales occidentales.
Estoy convencido de que Occidente, por segunda vez en los últimos veinte años, ha cometido un grave error en relación con Rusia. El primero ocurrió tras la caída de la URSS. Nos guste o no, debemos reconocer que la Unión Soviética no se disolvió por los esfuerzos de Occidente, sino por los de Moscú misma. Rusia esperaba ver una actitud nueva en Occidente y esperaba sinceramente que apreciase sus sacrificios y fuese capaz de superar los primitivos paradigmas competitivos del siglo XX.
Pero no se proporcionó ninguna ayuda sustancial a la economía del país y, en el espacio postsoviético, los aliados prioritarios de Occidente fueron aquellos que a menudo eran guiados en su relación con Rusia por ansias emocionales de venganza histórica y no por deseos racionales y neutrales de lograr acuerdos a largo plazo.
El resultado fue bastante predecible: el péndulo de las preferencias en Rusia se ha inclinado hacia la dirección opuesta. Para los rusos vuelve a estar claro que se han visto defraudados en sus relaciones con Occidente. Es extraño que para los políticos occidentales esto sea una desagradable sorpresa. Sin embargo, era fácil de predecir para cualquiera que comprenda más o menos las peculiaridades rusas.
Ahora Occidente repite el error o persevera en él una vez más. Su tajante negativa a reconocer el derecho de Rusia a tener intereses cruciales en el antiguo espacio soviético está provocando nuevas oleadas de sentimientos antioccidentales y la elección estratégica por parte de Moscú de aproximarse a centros de poder alternativos a Occidente.
En política interior, por ahora, esto solo sirve para unir a la sociedad rusa y para fortalecer la posición de Vladímir Putin. No me sorprendería en absoluto si la crisis ucraniana le diese a Putin otro mandato presidencial en las próximas elecciones.
Por supuesto, en muchas capitales de la Nueva Europa se están frotando las manos: ahora será fácil para EE UU y la Vieja Europa vender sus hasta ahora privativos roles disuasorios en las fronteras del mundo y de Rusia. Sin embargo, ¿sirve esto a los intereses de la civilización occidental en su conjunto? En mi opinión, no.
Pero si alguien siente que sí, en cualquier caso, no debería dejarse engañar por estas ilusiones. Desde luego, la posición de Rusia en relación con los actuales eventos se ha vuelto más complicada y en absoluto halagüeña. Sin embargo, también es equivocado referirse a Rusia una vez más como “el coloso con pies de barro” o “un poder regional”. En la historia, estas actitudes nunca llevan a nada bueno.
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