El presidente ucraniano Zelenski y sus padrinos de la OTAN iniciaron una contraofensiva contra las tropas rusas. Eligieron un lugar donde había pocas fuerzas, porque Moscú no tenía intenciones de ocuparlo, y ahora se desgañitan celebrando una “victoria” sin enemigos ni batalla. Hoy pasamos revista a otra operación de propaganda que sólo puede convencer a quienes quieran ser convencidos, o sea a los medios y el público de Occidente.
Kiev anunció con bombo y platillo el inicio de una contraofensiva en la región de Jarkov, o sea frente al Donbass. Las fuerzas respaldadas por la OTAN «lograron liberar» una porción de territorio de 70 kilómetros de largo y de una treintena de kilómetros de profundidad.
Inmediatamente, el presidente Zelenski viajó a esa franja de territorio recuperado, concretamente a la ciudad de Izium, y anunció allí la «cercana victoria» de Kiev sobre el «invasor» ruso.
Mientras tanto, la prensa occidental habla sin descanso de la «derrota rusa» y se interroga sobre un eventual complot que derrocaría en Rusia al «vencido» Vladimir Putin.
En este mapa del Institute for the Study of War, la zona “liberada” de la presencia rusa es la mancha azul que se distingue en la parte superior derecha.
Hasta ahí la historia contada por los cuentistas de la OTAN.
La realidad es bastante diferente. Las fuerzas de Kiev dirigidas desde Occidente nunca penetraron en el Donbass, ni en la República Popular de Lugansk, tampoco en la República Popular de Donetsk. Sólo se limitaron a recuperar territorios que el ejército ruso había conquistado pero que nunca ocupó. Desde el inicio de la operación militar rusa, el presidente Putin anunció que el objetivo de Rusia era defender las dos repúblicas populares del Donbass, que no anexaría Ucrania y que sólo se planteaba «desnazificar» el país, o sea librarlo de los «nacionalistas integristas».
Posteriormente, también anunció que se planteaba anexar el sur del país para castigar a Kiev por haber provocado el conflicto. A partir de aquel momento, Putin tenía dos opciones, reclamar la Novorossiya o la Majnovschina, dos territorios de tradición rusa ampliamente imbricados entre sí.
La Novorossiya, que significa literalmente «Nueva Rusia», es la gran colonia de asentamientos creada por el mariscal Grigori Potenkim, amante de la emperatriz Catalina II de Rusia (Catalina La Grande, en los territorios que arrebató al Imperio Otomano. La Novorossiya abarca todo el sur de la Ucrania actual, incluyendo Crimea y Transnistria, una pequeña parte de la actual Moldavia. La Novorossiya nunca sufrió los horrores del sistema de explotación de siervos que Catalina II nunca pudo abolir en el Imperio Ruso. El mariscal Potenkim construyó en la Novorossiya un Estado ilustrado, inspirado en la Antigua Grecia y en la Antigua Roma. Durante algún tiempo, la Novorossiya fue gobernada por un oficial francés que era amigo personal del zar Alejandro I: Armand de Vignerot du Plessis, duque de Richelieu, quien se convertiría después en presidente del Consejo de ministros de Francia.
La Majnovschina es el territorio donde triunfó, en 1918, el llamado “ejército negro” del anarquista campesino Nestor Majno. Esa entidad había logrado liberarse del poder de Kiev, entonces en manos de Simón Petliura y de Dimitro Dontsov, respectivamente el protector y el fundador de los «nacionalistas integristas» cuyos sucesores acaparan hoy el poder en Ucrania y a quienes Rusia califica de «nazis». Los partidarios de Nestor Majno instauraron entonces en el sudeste de Ucrania un régimen libertario inspirado en las ideas de los socialistas franceses del siglo XIX Charles Fourier y Pierre-Joseph Proudhon y bajo la influencia de Pierre Kropotkin, con la creación de comunas que se autoadministraban. La Majnovschina fue finalmente destruida y sus partidarios fueron masacrados en ataques que venían tanto del Imperio Alemán, de los «nacionalistas integristas» ucranianos como de los bolcheviques trotskistas.
Finalmente, el presidente Putin optó por la Novorossiya y hoy la reivindica oficialmente.
La zona que el ejército de Kiev acaba de «liberar» fue parte en cierto momento de uno de los mayores países anarquistas del mundo, creado por Nestor Majno, pero nunca fue parte de la Novorossiya. Kiev acaba de recuperar esa porción de terreno, como lo hizo en su momento la Ucrania del periodo comprendido entre las dos guerras mundiales.
Visto desde la perspectiva rusa, Kiev ha recuperado un territorio que Moscú en algún momento se planteó anexar pero al que finalmente ya había renunciado. En otras palabras, no había allí tropas del ejército ruso sino sólo guardafronteras y policías de las repúblicas populares del Donbass. Fueron esos los efectivos que se retiraron sin oponer resistencia, así que no hubo allí combates y mucho menos «derrota».
En ese contexto, las interminables disertaciones de los medios occidentales sobre un supuesto complot de no se sabe qué generales rusos deseosos de derrocar al «derrotado» presidente Putin son pura ficción.
Todo sería muy distinto si el ejército ucraniano dirigido desde Occidente lograra recuperar Jerson, ciudad portuaria del río Dniéper, cercana al punto donde ese río desemboca en el Mar Negro. Al parecer, Kiev y sus padrinos tienen una segunda operación planificada alrededor de la central nuclear de Zaporiyia.
La superchería del presidente ucraniano Volodimir Zelenski consiste en presentar una progresión de sus tropas sobre terreno no ocupado como si fuese el resultado de una batalla, batalla que nunca existió. Pero eso le permite reclamar a Occidente todavía más miles de millones de dólares… por eso fue que su «contraofensiva» se inició precisamente el 6 de septiembre. Sólo dos días después –el 8 de septiembre– los ministros de Defensa de unos 50 países se reunían en la base estadounidense de Ramstein, en Alemania, para decretar nuevas entregas de armamento a Ucrania [1].
Pero, como nadie cuenta con recursos suficientes para eso, Estados Unidos “adelanta” lo necesario invocando la Ukraine Democracy Defense Lend-Lease Act of 2022 [2]. Eso significa que los otros países tendrán que devolver después los fondos que Washington pone hoy sobre la mesa.
El 9 y el 10 de septiembre, el Institute for the Study of War reveló detalles sobre el avance de las fuerzas de Kiev y el «caluroso recibimiento» que han tenido en el terreno recuperado [3]. Y la prensa occidental se traga esta farsa sin chistar y se hace eco de ella cuando en realidad el Institute for the Study of War es una guarida de straussianos [4]. Lo dirige Kimberly Kagan, la cuñada de la subsecretaria de Estado Victoria Nuland. Entre los miembros de su consejo de administración están Bill Kristol, el ex presidente del Project for the New American Century o Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense (IPAC, siglas en inglés), y el general David Petraeus, quien se encargó de destruir Irak y Afganistán.
El 11 de septiembre, la agencia Reuters aseguraba que miles de soldados rusos estaban a la desbandada [5] y hablaba de «duro golpe para Rusia»… a pesar de que el estado mayor ruso simplemente había ordenado una retirada inmediata de un territorio que no estaba interesado en controlar. Vale la pena recordar aquí cuando Donald Trump expulsó a los straussianos de su administración, Victoria Nuland se convirtió repentinamente en una de las directoras de Reuters [6]. El despacho de Reuters lleva la firma de Max Hunder, un ex alumno de Eton, la universidad más elitista de Inglaterra. Poco después, el ministerio británico de Defensa “confirmaba” las afirmaciones de ese despacho.
El 12 de septiembre, el New York Times aportaba su aval al engaño publicando una doble página de loas al valeroso Zelenski. La prensa occidental se hace eco de todo eso sin la menor muestra de reflexión.
Pero, precisamente mientras se distribuía aquella edición del New York Times, todas las centrales eléctricas ucranianas eran alcanzadas por misiles durante la noche [7]. Ucrania se hunde en la oscuridad. La contraofensiva también.
Ante la mala fe de Occidente, el presidente Putin anuncia que, por ahora, Rusia ha utilizado contra los «nazis» sólo una pequeña parte de sus fuerzas y recalca que, de ser necesario, sus próximas acciones alcanzarán otra envergadura.
Los dirigentes participantes en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai, en Samarcanda.
La parte del mundo que tiene ojos para ver –mientras que los occidentales sólo tienen orejas para oír mentiras– estuvo presente, junto a la delegación rusa, en la cumbre de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), realizada en Samarcanda.
En tiempos de Boris Yeltsin se creó una estructura de contacto entre Rusia y China. El jefe del gobierno ruso de la época, Yevgueni Primakov, reconoció fronteras estables con Pekín. En 1996, aquel grupo de contacto se convirtió en un foro internacional con los Estados del Asia Central (Kazajstán, Kirguistán, Tayikistán y Uzbekistán) y después, justo antes de los atentados del 11 de septiembre de 2001, se transformó en la actual OCS. China y Rusia ya habían entendido que los anglosajones estaban fomentando desórdenes en Asia Central. En respuesta, ambos países elaboraron juntos programas contra el terrorismo y contra el separatismo. Los acontecimientos posteriores confirmaron ampliamente que tenían razón.
La OCS creció rápidamente. La India, Pakistán e Irán se han unido a esa organización, Bielorrusia se prepara para hacerlo, Afganistán y Mongolia ya tienen estatus de observadores y otros 14 Estados son socios. La OCS tiene características muy diferentes de las organizaciones occidentales. De cierta manera podemos ver en ella la prolongación de los principios de Bandung: respeto por la soberanía de los Estados, no injerencia en los asuntos internos de los Estados y cooperación.
La OCS tranquiliza y une. Actualmente representa una cuarta parte de la población mundial –incluso dos tercios si contamos los Estados observadores– y no pierde tiempo en elucubraciones fantasiosas basadas en victorias ficticias.
Thierry Meyssan
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