Cuando su padre fue encarcelado por defraudar el fisco, Jared Kushner –el hoy yerno de Donald Trump– se hizo cargo de la empresa familiar, frente al desprecio de la clase dirigente estadounidense por su familia. Aprendió entonces a no sobresalir, adoptando la imagen del muchacho bueno que se sometía a todos los códigos de “buena conducta” de los puritanos. Ya convertido en el único hombre de confianza de su suegro, Donald Trump, entró con él a la Casa Blanca. Hoy trabaja para el presidente en el más estricto secreto y sin rendir cuentas al Departamento de Estado.
El conflicto entre Israel y el mundo árabe, que fue al principio un episodio tardío de la conquista colonial europea, fue concebido y desarrollado para evitar la unidad árabe. Ya no era cuestión de asentar el poderío de Occidente sobre el Medio Oriente sino de evitar por todos los medios que los árabes llegasen a conformar un bloque que competiría con el poder de los occidentales. De carácter inicialmente colonial, su lógica se volvió imperial al alinearse tras Estados Unidos.
Hoy en día, las potencias occidentales que dominan el mundo desde hace siglos se hallan en decadencia, mientras que Asia, portadora de otras civilizaciones, vuelve a convertirse en el centro del mundo. Esto se traduce en una disminución de la presión contra los árabes. Es en ese contexto que el presidente Trump trata de poner fin a la doctrina Cebrowski de destrucción de las estructuras de sociedades y Estados en los países del Medio Oriente e intenta pacificar el conflicto israelí.
El equipo personal de Donald Trump para las negociaciones internacionales –equipo que se compone de sus fieles colaboradores Jared Kushner (su yerno) y Jason Greenblatt (el ex vicepresidente de la Trump Organization)– aborda la cuestión palestina desde su ángulo geopolítico. Carentes de toda experiencia diplomática, Kushner y Greenblatt no tratan de hallar una solución capaz de satisfacer a todos los protagonistas sino hacer disminuir la presión sobre esta población para que pueda vivir normalmente, según el ideal del derecho a la felicidad inscrito en la Constitución de Estados Unidos. Se trata de un objetivo importante para un Donald Trump que pretende disolver el imperialismo estadounidense y reemplazarlo por una lógica de competencia comercial.
Por supuesto, para Kushner y Greenblatt, dos judíos ortodoxos, es más fácil comprender a los israelíes que a los árabes. Pero, visto desde la perspectiva que han adoptado, eso no tiene gran importancia. Independientemente de lo que digan, ellos no se plantean como objetivo llegar a la paz sino sólo desbloquear la situación. Y utilizan el hecho de ser ellos mismos judíos como una carta de triunfo porque su propio judaísmo los conmina a no insistir en la cuestión de las responsabilidades, tema que se plantearía si ellos trataran de instaurar una paz justa y definitiva.
El «método Trump», en el que Kushner y Greenblatt se moldearon durante largos años, puede resumirse de la siguiente manera:
Primero, aceptar la realidad, aunque eso implique tener que abandonar una retórica oficial ya bien establecida.
Segundo, sopesar todas las ventajas que pueden obtenerse de los acuerdos bilaterales anteriores.
Tercero, tener en cuenta, en la medida de lo posible, el Derecho Multilateral [1].
En este momento, Jared Kushner y Jason Greenblatt recorren la región, sin ofrecer declaraciones públicas ni revelar lo que han de hacer al día siguiente. Pero sus interlocutores son mucho más locuaces, de manera que Kushner y Greenblatt van permitiendo que el plan estadounidense vaya apareciendo poco a poco, aunque sólo a retazos.
En definitiva, Kushner y Greenblatt están resucitando la iniciativa presentada en marzo de 2002 por el entonces príncipe heredero saudita Abdallah ben Abdul-Aziz [2]. En aquella época, el futuro rey de Arabia Saudita modificó los puntos de vista árabes, pero no lo hizo basándose en los Acuerdos de Oslo (firmados en 1991) sino en la resolucion 194 (1948) de la Asamblea General de la ONU [3] y en las resoluciones 242 (1967) [4] y 338 (1973) [5] du Consejo de Seguridad. El principio básico de la proposición del príncipe saudita era «tierra a cambio de paz», o sea los árabes estaban dispuestos a reconocer el Estado de Israel y a vivir en paz con él si los israelíes se retiraban a sus fronteras de 1967. Esa posibilidad fue rechazada por el entonces primer ministro israelí Ariel Sharon, quien había iniciado su carrera en 1948 como jefe de una de las unidades terroristas que asesinaban pobladores árabes al azar y que obligaron así los sobrevivientes a optar por la huida, lo que hoy se conoce como la Nakba. Imbuido de una ideología colonial, Ariel Sharon ambicionaba conquistar todos los territorios que se extienden desde el Nilo hasta el Éufrates.
En este momento, Kushner y Greenblatt retoman el principio del príncipe saudita Abdallah. Pero, tomando nota del hecho que Israel ha seguido apoderándose poco a poco de más territorios, lo que se plantean es ceder mucho más con tal de que renuncie a seguir haciéndolo.
Hoy en día, alrededor de una tercera parte de los israelíes conciben su destino tomando como referencia el racismo del Talmud. Por su parte, la mayoría de la población judía israelí nació en Israel y no tiene nada que ver con los espectros del pasado. Esa parte de la población israelí sólo quiere vivir en paz, no es responsable de los crímenes de sus abuelos y aceptaría replegarse a las fronteras de 1967.
Del otro lado, ya casi no quedan sobrevivientes árabes de la Nakba. El Derecho Internacional condena aquella limpieza étnica y obliga Israel a reconocer el derecho inalienable de las víctimas y de sus descendientes al regrego a la tierra de donde fueron expulsados. Pero los árabes palestinos perdieron la guerra israelo-árabe de 1948. O sea, hoy podrían exigir indemnizaciones pero no pretender recobrar las propiedades que sus abuelos habían abandonado y que luego perdieron. Ese último punto ya estaba reconocido en la iniciativa de paz del príncipe Abdallah pero las opiniones públicas árabes no lo han asimilado aún.
Por otra parte, actualmente hay tantos árabes palestinos en Jordania como en todo el conjunto de los territorios de Cisjordania, la franja de Gaza y el este de Jerusalén. Volviendo a una vieja hipótesis británico-árabe, Kushner y Greenblatt proponen entonces fusionar los tres últimos territorios y Jordania en un solo Estado. La Nueva Jordania seguiría siendo un reino hachemita gobernado por el rey Abdallah II (no confundir al rey jordano Abdallah II con el príncipe saudita Abdallah) y por un primer ministro palestino.
Para Kushner y Greenblatt, al pasar Cisjordania a ser parte del reino hachemita, el hoy presidente Mahmud Abbas (de 83 años) se jubilaría, lo cual explica la vehemente oposición de este último a ese plan. Abbas incluso se niega a recibir a los dos enviados estadounidenses.
Hasta 1967, Jordania incluyó la actual Cisjordania y el este de Jerusalén. Ahora el equipo de Trump quiere agregarle la franja de Gaza. Pero este último punto se mantiene en suspenso. Otra variante sería mantener la actual situación de autonomía de Gaza. En ese caso, este territorio se vincularía a Egipto y se organizaría una zona de libre comercio con una parte del Sinaí para permitir su desarrollo económico. Las monarquías del Golfo, con Arabia Saudita a la cabeza, financiarían allí el restablecimiento del sistema de evacuación de aguas negras, así como la construcción de una central eléctrica solar, de un puerto y de un aeropuerto.
Pero es ahí donde las cosas se complican. Desde la firma de la paz separada entre Egipto e Israel, las relaciones han sido difíciles entre los egipcios y la franja de Gaza. Hace varios años, el entonces ministro egipcio de Exteriores, Ahmed Abul Gheit –actual secretario general de la Liga Árabe–, cerró la frontera egipcia con Gaza y amenazó a los civiles deseosos de escapar de ese territorio convertido en una gran cárcel con «romperles las piernas».
La población jordana original, descendiente de tribus de beduinos, sólo constituye un 20% de población del reino, perdida en un mar de refugiados palestinos. Después de la fusión descrita ya no sería más que un 10% pero podría tratar de fortalecer su cultura adoptando a los refugiados sirios descendientes de beduinos. Lo más importante es que la monarquía hachemita sólo existe aún gracias al sueño del fundador de la dinastía, el jerife Hussein, de lograr la unidad árabe tan mencionada durante la «Gran Revuelta árabe de 1915». Si los palestinos llegaran a interpretar la fusión como un fracaso de ese proyecto ante Israel, sería inevitable una rebelión comparable a la de 1970 (el llamado «Septiembre Negro»), lo que podría poner fin a la monarquía jordana.
Todas las conversaciones y negociaciones que hoy tienen lugar apuntan a determinar cómo hacer que ese proyecto sea aplicable y cómo garantizar que las demás fuerzas presentes en la región no traten de sabotearlo. Porque, en definitiva, lo que empezó siendo un conflicto colonial restringido se ha convertido con el tiempo en una guerra de Israel contra toda la región, no sólo contra los árabes sino también contra turcos y persas. Si uno de los protagonistas llegara a considerarse perjudicado por la nueva configuración, no dejaría de echar por tierra el proyecto.
A lo largo de 70 años, las Naciones Unidas han establecido las normas del derecho y han condenado a Israel, que no respeta ese derecho. Pero casi nadie actúa para que ese derecho se aplique. En este momento, la situación política de los palestinos no sólo sigue empeorando sino que hasta la vida cotidiana de estos se ha hecho insoportable.
El plan de la Casa Blanca ya es tema de acerbas recriminaciones entre los dirigentes de la región y los países occidentales que se aprovechan de la situación actual. Mucho mejor parecen acogerlo las poblaciones interesadas.
El conflicto entre Israel y el mundo árabe, que fue al principio un episodio tardío de la conquista colonial europea, fue concebido y desarrollado para evitar la unidad árabe. Ya no era cuestión de asentar el poderío de Occidente sobre el Medio Oriente sino de evitar por todos los medios que los árabes llegasen a conformar un bloque que competiría con el poder de los occidentales. De carácter inicialmente colonial, su lógica se volvió imperial al alinearse tras Estados Unidos.
Hoy en día, las potencias occidentales que dominan el mundo desde hace siglos se hallan en decadencia, mientras que Asia, portadora de otras civilizaciones, vuelve a convertirse en el centro del mundo. Esto se traduce en una disminución de la presión contra los árabes. Es en ese contexto que el presidente Trump trata de poner fin a la doctrina Cebrowski de destrucción de las estructuras de sociedades y Estados en los países del Medio Oriente e intenta pacificar el conflicto israelí.
El equipo personal de Donald Trump para las negociaciones internacionales –equipo que se compone de sus fieles colaboradores Jared Kushner (su yerno) y Jason Greenblatt (el ex vicepresidente de la Trump Organization)– aborda la cuestión palestina desde su ángulo geopolítico. Carentes de toda experiencia diplomática, Kushner y Greenblatt no tratan de hallar una solución capaz de satisfacer a todos los protagonistas sino hacer disminuir la presión sobre esta población para que pueda vivir normalmente, según el ideal del derecho a la felicidad inscrito en la Constitución de Estados Unidos. Se trata de un objetivo importante para un Donald Trump que pretende disolver el imperialismo estadounidense y reemplazarlo por una lógica de competencia comercial.
Por supuesto, para Kushner y Greenblatt, dos judíos ortodoxos, es más fácil comprender a los israelíes que a los árabes. Pero, visto desde la perspectiva que han adoptado, eso no tiene gran importancia. Independientemente de lo que digan, ellos no se plantean como objetivo llegar a la paz sino sólo desbloquear la situación. Y utilizan el hecho de ser ellos mismos judíos como una carta de triunfo porque su propio judaísmo los conmina a no insistir en la cuestión de las responsabilidades, tema que se plantearía si ellos trataran de instaurar una paz justa y definitiva.
El «método Trump», en el que Kushner y Greenblatt se moldearon durante largos años, puede resumirse de la siguiente manera:
Primero, aceptar la realidad, aunque eso implique tener que abandonar una retórica oficial ya bien establecida.
Segundo, sopesar todas las ventajas que pueden obtenerse de los acuerdos bilaterales anteriores.
Tercero, tener en cuenta, en la medida de lo posible, el Derecho Multilateral [1].
En este momento, Jared Kushner y Jason Greenblatt recorren la región, sin ofrecer declaraciones públicas ni revelar lo que han de hacer al día siguiente. Pero sus interlocutores son mucho más locuaces, de manera que Kushner y Greenblatt van permitiendo que el plan estadounidense vaya apareciendo poco a poco, aunque sólo a retazos.
En definitiva, Kushner y Greenblatt están resucitando la iniciativa presentada en marzo de 2002 por el entonces príncipe heredero saudita Abdallah ben Abdul-Aziz [2]. En aquella época, el futuro rey de Arabia Saudita modificó los puntos de vista árabes, pero no lo hizo basándose en los Acuerdos de Oslo (firmados en 1991) sino en la resolucion 194 (1948) de la Asamblea General de la ONU [3] y en las resoluciones 242 (1967) [4] y 338 (1973) [5] du Consejo de Seguridad. El principio básico de la proposición del príncipe saudita era «tierra a cambio de paz», o sea los árabes estaban dispuestos a reconocer el Estado de Israel y a vivir en paz con él si los israelíes se retiraban a sus fronteras de 1967. Esa posibilidad fue rechazada por el entonces primer ministro israelí Ariel Sharon, quien había iniciado su carrera en 1948 como jefe de una de las unidades terroristas que asesinaban pobladores árabes al azar y que obligaron así los sobrevivientes a optar por la huida, lo que hoy se conoce como la Nakba. Imbuido de una ideología colonial, Ariel Sharon ambicionaba conquistar todos los territorios que se extienden desde el Nilo hasta el Éufrates.
En este momento, Kushner y Greenblatt retoman el principio del príncipe saudita Abdallah. Pero, tomando nota del hecho que Israel ha seguido apoderándose poco a poco de más territorios, lo que se plantean es ceder mucho más con tal de que renuncie a seguir haciéndolo.
Hoy en día, alrededor de una tercera parte de los israelíes conciben su destino tomando como referencia el racismo del Talmud. Por su parte, la mayoría de la población judía israelí nació en Israel y no tiene nada que ver con los espectros del pasado. Esa parte de la población israelí sólo quiere vivir en paz, no es responsable de los crímenes de sus abuelos y aceptaría replegarse a las fronteras de 1967.
Del otro lado, ya casi no quedan sobrevivientes árabes de la Nakba. El Derecho Internacional condena aquella limpieza étnica y obliga Israel a reconocer el derecho inalienable de las víctimas y de sus descendientes al regrego a la tierra de donde fueron expulsados. Pero los árabes palestinos perdieron la guerra israelo-árabe de 1948. O sea, hoy podrían exigir indemnizaciones pero no pretender recobrar las propiedades que sus abuelos habían abandonado y que luego perdieron. Ese último punto ya estaba reconocido en la iniciativa de paz del príncipe Abdallah pero las opiniones públicas árabes no lo han asimilado aún.
Por otra parte, actualmente hay tantos árabes palestinos en Jordania como en todo el conjunto de los territorios de Cisjordania, la franja de Gaza y el este de Jerusalén. Volviendo a una vieja hipótesis británico-árabe, Kushner y Greenblatt proponen entonces fusionar los tres últimos territorios y Jordania en un solo Estado. La Nueva Jordania seguiría siendo un reino hachemita gobernado por el rey Abdallah II (no confundir al rey jordano Abdallah II con el príncipe saudita Abdallah) y por un primer ministro palestino.
Para Kushner y Greenblatt, al pasar Cisjordania a ser parte del reino hachemita, el hoy presidente Mahmud Abbas (de 83 años) se jubilaría, lo cual explica la vehemente oposición de este último a ese plan. Abbas incluso se niega a recibir a los dos enviados estadounidenses.
Hasta 1967, Jordania incluyó la actual Cisjordania y el este de Jerusalén. Ahora el equipo de Trump quiere agregarle la franja de Gaza. Pero este último punto se mantiene en suspenso. Otra variante sería mantener la actual situación de autonomía de Gaza. En ese caso, este territorio se vincularía a Egipto y se organizaría una zona de libre comercio con una parte del Sinaí para permitir su desarrollo económico. Las monarquías del Golfo, con Arabia Saudita a la cabeza, financiarían allí el restablecimiento del sistema de evacuación de aguas negras, así como la construcción de una central eléctrica solar, de un puerto y de un aeropuerto.
Pero es ahí donde las cosas se complican. Desde la firma de la paz separada entre Egipto e Israel, las relaciones han sido difíciles entre los egipcios y la franja de Gaza. Hace varios años, el entonces ministro egipcio de Exteriores, Ahmed Abul Gheit –actual secretario general de la Liga Árabe–, cerró la frontera egipcia con Gaza y amenazó a los civiles deseosos de escapar de ese territorio convertido en una gran cárcel con «romperles las piernas».
La población jordana original, descendiente de tribus de beduinos, sólo constituye un 20% de población del reino, perdida en un mar de refugiados palestinos. Después de la fusión descrita ya no sería más que un 10% pero podría tratar de fortalecer su cultura adoptando a los refugiados sirios descendientes de beduinos. Lo más importante es que la monarquía hachemita sólo existe aún gracias al sueño del fundador de la dinastía, el jerife Hussein, de lograr la unidad árabe tan mencionada durante la «Gran Revuelta árabe de 1915». Si los palestinos llegaran a interpretar la fusión como un fracaso de ese proyecto ante Israel, sería inevitable una rebelión comparable a la de 1970 (el llamado «Septiembre Negro»), lo que podría poner fin a la monarquía jordana.
Todas las conversaciones y negociaciones que hoy tienen lugar apuntan a determinar cómo hacer que ese proyecto sea aplicable y cómo garantizar que las demás fuerzas presentes en la región no traten de sabotearlo. Porque, en definitiva, lo que empezó siendo un conflicto colonial restringido se ha convertido con el tiempo en una guerra de Israel contra toda la región, no sólo contra los árabes sino también contra turcos y persas. Si uno de los protagonistas llegara a considerarse perjudicado por la nueva configuración, no dejaría de echar por tierra el proyecto.
A lo largo de 70 años, las Naciones Unidas han establecido las normas del derecho y han condenado a Israel, que no respeta ese derecho. Pero casi nadie actúa para que ese derecho se aplique. En este momento, la situación política de los palestinos no sólo sigue empeorando sino que hasta la vida cotidiana de estos se ha hecho insoportable.
El plan de la Casa Blanca ya es tema de acerbas recriminaciones entre los dirigentes de la región y los países occidentales que se aprovechan de la situación actual. Mucho mejor parecen acogerlo las poblaciones interesadas.
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