Por Gabriela Rodríguez (La Jornada)
Si
el que viene para Silao es el Papa, ¿cuál es la intención de Televisa
al dirigir las noticias desde Ciudad del Vaticano? ¿Será que no pueden
ocultar al verdadero emisor ni disimular el sentido de la actual
conquista espiritual? No aspiro a saberlo, pero el collage de
Televisa y la Basílica de San Pedro me llevó a confirmar lo obvio: los
medios de comunicación y los jerarcas eclesiales son el arma actual de
domesticación de las conciencias.
Quienes controlan las conciencias pueden someterlas a su voluntad y
tomar el mando de la justicia –y de las elecciones–, aun por encima de
la ley. Quienes controlan las conciencias deciden a quién se encubre y a
quién se castiga, quién gana y quién pierde. Quienes controlan las
conciencias sustentan la impunidad.
México
y el Vaticano presentan dos perfiles de impunidad muy parecidos. La
imposibilidad del Poder Judicial para castigar la corrupción política y
los excesos del Ejecutivo, al grado de llegar a utilizar el montaje
escénico de Televisa para desvirtuar los más crueles delitos, nos
muestra hasta dónde se ha infiltrado la cultura de la impunidad en
nuestras instituciones. Por su lado, el estilo de justicia del Vaticano,
en particular los escándalos de pederastia de la Iglesia católica,
muestra un patrón que parece haber modelado la impunidad institucional
de los países católicos.
Tal
como lo suscribe Geoffrey Robertson, defensor de derechos humanos y
consejero de la reina en Gran Bretaña, “no queda duda de que el enorme
escándalo ocasionado por el abuso sexual surgió por directrices del
Vaticano, específicamente de la Congregación para la Doctrina de la Fe
–que dirigió Joseph Ratzinger por 25 años–, mediante las cuales se
exigía que todas las denuncias de abuso sexual se procesaran bajo el
máximo secreto, fuera del alcance de las fuerzas policiacas locales y de
los tribunales, conforme a un derecho canónico obsoleto, ineficaz y no
punitivo”. Cerca de 100 mil menores y adolescentes han sufrido abusos
sexuales de parte del clero y muchos de ellos padecen daños sicológicos
graves y duraderos. El sistema permite que los agresores no reciban
castigo alguno y ha sellado los labios de las víctimas al juramentarlas y
obligarlas a firmar arreglos legales confidenciales. La Iglesia los ha
protegido o transferido a otras parroquias o países (de África y de
Latinoamérica) y ha impedido que se les identifique y sentencie a
prisión por insistir en apegarse a los protocolos internos que les
brindan perdón en esta vida y en la próxima. Bajo total secretismo, la
Santa Sede se ha ocupado de los transgresores con medidas opuestas al
derecho de la nación donde opera y ha retenido la evidencia de su
culpabilidad para evitar que llegue a las autoridades de procuración de
justicia. Porque el Papa es el último monarca absoluto que reina hasta
su muerte, así que en 2005, al convertirse en papa, Benedicto XVI
adquirió ‘inmunidad de jefe de Estado’, y con ciertas excepciones, no se
le puede demandar ni enjuiciar, porque la Santa Sede lo exime de
responsabilidad civil. Ratzinger afirmaba que sin importar la gravedad
de un delito, la comunidad internacional no debía exigir cuentas a
dirigentes políticos o jefes de Estado, sino que se les debería juzgar
en su propio país o no se les debería juzgar en absoluto.
El
texto también ofrece estudios sobre la pederastia clerical. Explica que
el voto de celibato y el hecho de que la Iglesia califique como pecado
mortal la masturbación genera una insoportable tensión en muchos
sacerdotes, un 50 por ciento lleva de alguna manera una vida ‘sexual
activa’, hecho que no explica por qué del 6 al 9 por ciento incurre en
actividad sexual con menores. El sacerdocio ofrece oportunidades
incomparables de poder espiritual; la mayoría de los pederastas parece
presentar infantilismo o inmadurez sicosexual y muchos pretenden negar
su trastorno esperando que los rigores de la vida sacerdotal los
protejan de sí mismos; para evitar el escándalo, la actitud del alto
clero se traduce en una cultura de perdón; el perdón otorgado en el
confesionario ‘genera un ciclo de culpabilidad que vincula a clérigos y
confesores, donde las transgresiones sexuales secretas se minimizan y
trivializan; incluso los actos sexuales con menores de edad se
convierten en un pecado más que se debe perdonar’, y al haber pagado sus
penas (orar y rezar más) se sienten ‘con derecho’ a usar a los niños
para su satisfacción sexual. Por el lado de las víctimas, la obediencia
infantil a la solicitud de favores sexuales se deriva del ‘temor
reverencial’: sienten tal respeto emocional y sicológico por el
transgresor que no pueden negarle lo que les pide. Desde los siete años
de edad, en que ya pueden comulgar, se obliga a las niñas y a los niños a
confesar sus pecados y el sacerdote puede dispensarles el perdón
(Geoffrey Robertson, El caso del Papa: rendición de cuentas del Vaticano por abusos a los derechos humanos, original de Editorial Penguin Books, 2010; publicación en español de DEMAC y Católicas por el Derecho a Decidir).
Ahora
que un mensajero de Dios viene nuevamente a tierras mexicanas –como
anuncia Televisa–, cuando la tensión política se viste con las prendas
de la contienda electoral, el Papa vendrá a revitalizar la resignación,
sumisión y obediencia que tanto necesita un pueblo sumido en la pobreza y
la violencia. A cambio, gobernantes, candidatos y señores del dinero,
como otrora los hacendados y los reyes, otorgarán al clero fueros,
prebendas,
libertad religiosa, o los privilegios que soliciten.
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