En primer lugar, debemos comprender que el anterior modelo de organización internacional, basado en el liderazgo indiscutible de EEUU, ha quedado claramente obsoleto y ya no se ajusta a los intereses de la mayoría global. Esto se debe a que el mundo, que durante el siglo 20 fue testigo de una condición de bipolaridad entre estadounidenses y soviéticos, y que en la década de 1990 experimentó el llamado momento unipolar que ha cambiado radical e irreversiblemente en los últimos años. Hoy, Estados Unidos ya no es el único país que dicta las reglas del juego, como tampoco lo hacen sus socios europeos.
Al menos desde la crisis financiera mundial de 2008 que impulsó la formación de los BRICS, por ejemplo, se ha comprobado el auge de la multipolaridad en las relaciones internacionales. En esta nueva condición, se ha enfatizado la interacción entre tres actores políticos específicos, a saber: EEUU, Rusia y China. Podemos decir que una serie de acontecimientos recientes han retratado la fluidez en el equilibrio global de poder que implica a estadounidenses, rusos y chinos. Uno de ellos fue la afirmación de eslóganes como el America First de Donald Trump, que dio lugar a una política estadounidense más agresiva hacia China.
Sin embargo, no hay que engañarse. Este mismo tipo de política continúa bajo la Administración demócrata de Joe Biden, ya que en Washington se considera a China como el principal adversario a batir, independientemente del Gobierno que esté en el poder. En este contexto, y como justificación interna, la Administración estadounidense afirma estar implicada en la defensa de las llamadas "democracias liberales" de Occidente frente a gobiernos considerados autoritarios, precisamente para ganarse el apoyo popular. La verdad es, sin embargo, que tales discursos se han utilizado simplemente como telón de fondo de rivalidades con motivaciones geopolíticas.
Eso se debe a que, como afirmaba la Estrategia de Seguridad Nacional de Washington en 2017, actores como Moscú y Pekín representan un desafío para el orden euroatlántico establecido tras el final de la Guerra Fría. Sin embargo, para disgusto de los responsables políticos de la Casa Blanca, la década de 2000 no solo fue testigo del declive del poder estadounidense en el sistema, sino también del ascenso económico de China y del ascenso político de Rusia bajo el Gobierno de Putin.
La reticencia de la Casa Blanca a acomodar los intereses de Moscú y Pekín, especialmente en sus respectivas áreas de interés legítimo, y la insistencia de la Casa Blanca en defender su excepcionalismo son lo que, en última instancia, ha provocado los principales desafíos a su liderazgo. Mientras todo esto ocurría, surgían nuevos centros de poder regional (como la India, Turquía y Brasil, entre otros), que empezaron a presionar para que se modificaran las instituciones que rigen el comercio y la seguridad internacional. Esto se tradujo en críticas al excesivo poder de Occidente en organizaciones como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional (FMI), por ejemplo, así como en llamamientos a una reforma integral del Consejo de Seguridad de la ONU.
Con el estallido del conflicto ucraniano, por fin ha quedado clara la necesidad de replantearse el orden mundial y el futuro de las relaciones entre los Estados. En principio, un nuevo orden mundial debe basarse ante todo en el respeto mutuo de los intereses de la mayoría global y ya no solo en los intereses de un pequeño grupo de selectos Estados occidentales. Además, en este nuevo orden que se avecina, el tradicional papel de policía del mundo, desempeñado por los estadounidenses durante décadas, también debe llegar a su fin. Del mismo modo que debe terminar el expansionismo sin fin de la OTAN que ahora amenaza con extender su influencia a Asia en una clara provocación a China.
Al fin y al cabo, para que el nuevo orden mundial sea de algún modo estable, los principales actores del sistema deben abandonar de una vez por todas la mentalidad de la Guerra Fría. De lo contrario, el mundo seguirá siendo testigo de guerras tecnológicas, económicas y, en última instancia, militares entre las principales potencias. Cabe imaginar que EEUU, si optara por el sentido común, se beneficiaría enormemente si reorientara los recursos financieros que utiliza para defender su hegemonía hacia la resolución de sus diversos problemas internos.
Esto reduciría significativamente el número de bases estadounidenses en todo el mundo, por ejemplo, disminuyendo así las tensiones con actores como Rusia y China, que actualmente están rodeados militarmente por Estados Unidos. Por otro lado, Moscú y Pekín seguirán colaborando con otras potencias regionales menores para hacer valer sus intereses nacionales de forma equilibrada y conjunta en la escena internacional, a través de foros como los BRICS y el G20. Volviendo al presente, a pesar de que el (des)orden actual está marcado por evidentes contradicciones y una marcada fragmentación entre Estados, hay que tener en cuenta que esta situación es bastante típica en periodos de transformación sistémica.
Al menos cabe esperar que, tras una posible solución de la crisis ucraniana, Occidente deje de actuar de forma aislada y unilateral contra los intereses no solo de Moscú y Pekín, sino también del sur global. Al fin y al cabo, un nuevo orden mundial deberá basarse en una cooperación más justa entre las grandes potencias (Estados Unidos, China, la Unión Europea, Rusia y la India) y las potencias emergentes (Brasil, Turquía, México, Indonesia, Irán y otros) para que todos puedan sentirse satisfechos con el statu quo.
En resumen, en el futuro Washington seguirá siendo una gran potencia, pero ya no dominante. Las instituciones occidentales seguirán desempeñando un papel importante, pero esta vez compitiendo con otras instituciones no occidentales como el Nuevo Banco de Desarrollo, también conocido como el Banco de los BRICS. Por último, y quizás este sea el punto más importante, el poder mundial estará cada vez más disperso y ya no se concentrará en unas pocas manos.
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